lunes, 4 de junio de 2007

Ciudad de México

Amaneció entre las sábanas. El cielo delineaba dos cosas: el sueño apesadumbrado de un leve recuerdo y la silueta vacía de tu cuerpo a mi lado. Siento –sólo siento, pues eso parecía haber soñado- que dijiste “ahora vuelvo” y te perdiste entre blancos pliegues de algodón. O quizá fui yo, que, acostumbrado, apenas pude regalarte un sí para no tener que comprar el olvido. Cuando al fin despierto recuerdo en pequeños detalles el cuarto. El buró, la televisión, el closet, la puerta… ¿Me habré dormido antes de que vinieras a la cama? ¿Habrás venido siquiera? Las almohadas siguen en su lugar, pero también el control remoto, y bien sé que no fui yo. Tuviste que ser tú al acostarte sobre él y reclamarme –por última vez- que lo pusiera donde debía. Nunca lo hice. Quizá hasta me quitaste la cobija y me diste un codazo, enfadada, al acomodarte. Y yo me reí por tu actitud niña y me volteé hacia la pared contraria, porque así duermo. Y por eso tu lugar estaba frío; sólo porque saliste muy temprano y tuviste tiempo hasta de doblar tu ropa de dormir y colocarla en su lugar.

Me pongo en pie, en uno, en el otro, en el otro de nuevo y al fin en los dos; y asemejando un torpe zombi de cualquier película, tropiezo con mis zapatos, mis tenis y mis sandalias en el suelo, me sostengo en la puerta del closet y me meto a bañar.

¿Desayunaste? Sigo tus pasos tal como los darías y ya no sé si es que te sigo buscando o los he aprendido de tu sombra. Los platos están limpios, secos, y aún cuando te gusta limpiar, jamás lavamos un plato después de comer… no. El sabor de la comida en el ambiente, en tu paladar, cómo se desliza por la alfombra, bajo la puerta, va y toca la puerta del vecino con un recado de dos: que somos felices. Eso era mejor que nada. Esa invitación al descanso después de comer que se disfruta verdaderamente, y que no es el maldito final del dolor de espalda que vamos a enterrar en el colchón. Cuando te quedas frente a la computadora y yo me voy de largo hasta la cama y sé que me seguirás y, acostándote con medio cuerpo sobre mí, preguntarás qué vamos a hacer y yo, con tierna condescendencia, contestaré cualquier cosa que ayudara a decidir tu humor. Después saldremos y no volveremos a tocar la cocina en uno o dos días. Mas no hoy, hoy apenas si escucho el monótono ruido del boyler sobre la estufa y el traqueteo del refrigerador. Tras de eso, mi respiración y el cuchicheo de una respuesta; tan obvia que sonrío por no haberla visto antes: Has salido con tu prima, con una prima y tu hermana, con una prima o tu hermana a desayunar por la ciudad y no volverás sino hasta pasada la una. Eso me da tiempo para hacer lo que quiera. Disfrutar de un poco de esa soledad que ahora sólo me saluda de mano. Invariablemente sé qué será. Un rápido paseo por la computadora, el suficiente para saber que ya no sé qué hacer ahí. Encender la televisión y dormitar hasta que se mezcla la realidad y la ficción. Un reloj en la pared, un camafeo y tu figura en el umbral de la puerta; pero por alguna razón, hoy no, hoy ya cerré la puerta del departamento y me dirijo a la salida. Quizá haga un buen día.

Me detengo en la puerta y observo al mundo que me ignora. Me ignora tanta gente –imagino-, que debo ser muy importante. Tomo una bocanada de aire y me uno a los transeúntes, y parece que me rebasas por debajo del brazo y te quedas ahí, mientras esperas volteé y tenga una reacción divertida a tu detalle. Sigo pensando. El sol se cruza en el camino, se desliza por entre los espacios y parece morir en el choque con la brisa nocturna que sobrevivía escondida en las jardineras. Es un día hermoso, dirías, y me pongo a pensar porqué no lo dije yo. Hoy no tomo el metro, sólo sigo caminando entre decenas de vendedores de las más inverosímiles cosas. Pienso en comprar un carrito de supermercado y pasearme por aquí una vez a la semana. Me lo has prometido tantas veces que ya lo hacemos en nuestras miradas cuando apenas podemos caminar en el Eje Central o San Cosme. En un abrir y cerrar de ojos ya estoy en el monumento a la revolución, el caballito, y aún espero dar contigo, aunque sea forzar el poder de las casualidades; pero de pronto, el calor…

Cuán distinto era, mi amor, quedarse despiertos hasta la madrugada, hablando de necedades que aún no calaban como navajas en nuestros orgullos. Encontrar el cansancio en la millonésima palabra dulce, y no en la primera estupidez que se nos viene a la mente. Disfrutar de la nada plenamente, pues de eso están hechos los sueños, del infinito espacio entero para soñar.

Me apresuro a buscar la sombra, el árbol, el parque, sentarme en cualquier cafetería y esperar a que se ponga el sol. Si me esfuerzo un poco puedo ver el departamento vacío. Tú desayunando y yo por la ciudad, sin rumbo fijo, sólo con las ganas de encontrarte. Siento que respiras junto a mí con el aroma del “white chocolate moka” en el rostro. Quizá una frase de amor tuya y de pronto el resplandor…

Pero acordamos que la vida no era sólo eso. La vida eran problemas, gritos, llanto, las ganas de renunciar porque aquello que más amamos es lo que más no lastima. Aquello que no perdonamos es lo que más quisiéramos olvidar. ¿Y el amor? Dime a mí qué es el amor. ¿La pasta que une todo? ¿Los amigos, el trabajo, la familia… el ser amado? Las ganas de volver a casa aún cuando te ocultes en un rincón.

Doy vuelta en una esquina y ya no sé dónde me encuentro. Quizá viré mal en Reforma, quizá debí seguir de frente en la cuchilla, en lugar de seguir la acera contraria seducido por los globos de colores que habrían llamado tu atención. Así eres. Conquistas al mundo en cientos de palabras y se te escurre por las manos en una leve pasión. ¿Quién siente como yo? Decías todo el tiempo; y en secreto te confesaba, con los dientes apretados: quisiera, en verdad quisiera ser yo. Debo desandar los pasos o este maldito calor… No hay nada, más allá no hay nada; ni detrás. Ya ni siquiera reconozco las ropas que traigo puestas. Pensé en vestirme de azul, pero… ya debes haber terminado de desayunar.

-¿Quién siente como yo? -repetías.
Mil veces no lo dije: ¿Quién piensa como yo?

Debo correr ahora, este maldito sudor, ya debes haber salido. Debo alcanzarte en el metro, en la puerta del departamento, en el corredor. Pido un taxi, nadie se detiene, empiezo a correr tras de ti y siento que sonríes porque nos estamos mojando. Siempre detestaste la lluvia. Será porque tardabas horas alaciándote el cabello o porque eras tan friolenta que te daba pena tener que quitarme la chamarra cuando sabes que soy más friolento aún. Yo siempre pensé que era porque no te gustaba cómo te veías llorando. Con el rimel negro escurriendo por tus mejillas, con esa carita aterida en temor… o es que la odiaba yo…

Se me partía el corazón. Preferiría sufrir mil veces que hacerte llorar; pero entonces empezabas y yo con ganas de terminar, y gritabas, y gritaba, y me escondía entre la ropa, y te ibas e iba por ti, y volvías y yo no quería estar. Entonces sentía que perdía la razón. Ya nada tenía sentido. ¿Y quién sentía como tú? ¿Y quién creía lo que yo? Más valía que explotara el mundo en esos gritos. Que se cayera el techo sobre los dos. Entonces sí derramaría una lágrima, entonces sí diría ¿qué he hecho yo? Entonces sí te abrazaría, hechos pedazos, y sentiría lo que tú, y pensarías lo que yo…

Entonces el sol no se desliza, lo inunda todo. Por allá se oye el sonido de un claxon, el pitido de una canción. No estoy en Reforma, o Insurgentes, no es aquel el monumento a la revolución. Me tallo los ojos y es el fantasma que suspendido sobre el camino me indica el camino de regreso a casa. Ahora alcanzo a distinguir la lomita, la catedral, el forum, el malecón. Sigo de frente y siento el calor. Pienso en cuán emocionada te sentías de estar aquí. Ibas a conocer a mis padres mientras yo te contaba lo lindos que son. Te recuestas en mi hombro y empiezas con una historia que no acaba sino hasta que te desvaneces por completo en una sonrisa. Escribo tu nombre en la ventana y esbozo apenas unas palabras. Ya ni forzando la vista veo el departamento y me pregunto si a esta hora habrás terminado de comer. No volverías sino hasta pasada la una… ya son más de las cuatro en Culiacán.

... ¿quién entierra el te amo cuando se le mata con un adiós?


Para Rigel.

2 comentarios:

Foster dijo...

-¿Quién siente como yo?-repetías.

Mil veces no lo dije: ¿Quién piensa como yo?

Me gusto esta parte, yo tambien tenia en mente una historia ambientada en la Ciudad De Mexico, pero decidi que mejor lo dejaria para cuano conociese mejor esa ciudad, por lo pronto estoy escribiendo una ambientada en mi ciudad Acapulco, pero no pienso ponerla en un blog, no obstante cuando la termine y la mande a imprimir como buen libro entre los que desearia lo leyeran esta Pequeña Saltamontes y tu, entre otros.

Saludos

... dijo...

Me gusta lo que escribes. Te leí antes de conocerte... tus palabras ayudaron para que me enamorara aún más de él.