lunes, 30 de abril de 2007

Talla 0

No espero crean siquiera una palabra de lo que estoy a punto de relatar. No lo pediría yo, que aún ahora despierto en medio de la noche deseando todo haya sido una fantasía de mi mente perturbada, sólo para llegar hasta su cuna y ver que es real. Al menos en mi mundo. En este extraño suceso que tengo que vivir y amamantar como el más largo de los sueños.

Muchas veces había visto este caso repetirse. Es natural a las mujeres de su edad entrar en esta llamada "crisis", palabra que sólo me gusta utilizar en esas niñas que sufren en verdad por lo que les está pasando. En muchos otros casos, es incluso una situación placentera; pues sus consecuencias no son aún en esta edad tan temprana, si acaso se han de presentar. Ella era una más entre las "víctimas" de este interesante y no menos inquietante placer.

La conocí como a muchas. Frecuentábamos el mismo bar y esa noche había salido por mucho menos que diversión. Un trago antes de dormir. Antes de repasar las tareas del día siguiente y dormitar junto con un libro, cualquiera que estuviera al alcance. Entonces me vio. Reflejaba su cara la seguridad que sólo una mujer mucho más atractiva que uno puede tener. Se acercó disimuladamente y me saludó. En efecto, su comportamiento era totalmente distinto al que relacionaba con las muchachas de su edad. Su rostro reflejaba unos veinte años niños. Apenas abriéndose paso a la vida libre. Charlamos porque ella así lo quiso y yo, un tanto sorprendido, me dejé llevar. Disfrutamos de una hermosa velada, nos despedimos y nos fuimos a dormir.

La segunda vez que la vi quizá me había olvidado de ella. Una noche de trabajo me había guiado al mismo lugar. Esta vez se dirigió rápidamente hacia mí y besando mi mejilla -para mi sorpresa- se sentó a mi lado y ordenó dos copas de vino. Más seco del que tenía en mi copa vacía entre mis libros. Entonces empezó una conversación tan sutil y profunda que no pude menos que dejar todo lo que hacía por regalarle mi mirada por el resto de la noche. Fue la velada perfecta. Al despedirnos esta vez, sabía que no volvería a tener el descuido de no pensarla. Esa noche no pude leer. En su lugar, me recosté en la cama viendo el techo. Descubriendo caras e historias entre sus texturas y sus distintas tonalidades de madera. Entonces, oí un golpe seco en mi ventana. Sólo volteé lo necesario para recordarlo y regresé la mirada a su lugar. Otro golpe seco, esta vez mucho más fuerte, me hizo recapacitar en lo que sucedía y sin titubear, me levanté para ver qué sucedía. El tercer golpe llegó cuando sostenía la ventana en mi mano y ella reía por el accidente en el jardín de mi entrada. Se disculpó y me pidió que bajara.

No pensé en mucho más que sus veintitantos años al bajar por las escaleras buscando con qué abrigarme. Abrí la puerta y ahí estaba, esplendorosa bajo la luz de la luna. Sonará trillado, pero es un espectáculo que jamás debería tratarse como menos. La luz entre sus cabellos era exquisita. Como debería ser el resplandor del cielo visto entre sus nubes. No dijo nada. En cambio, caminó apresuradamente al interior de mi casa -sabía bien que yo vivía solo-, entró al baño y no supe de ella hasta verla salir. Tan fresca como siempre. Se sentó en mi sala, hurgó entre mis libros y reconoció la botella de vino en el estante que horas antes había ordenado. Sonrió de nuevo antes de quedar en profunda calma. Me senté a su lado con una rara combinación de comprensión y un grito a voces de querer saber qué estaba pasando. Me vio, con esos ojos que no pertenecían a una niña de apenas veintitantos y me dijo sin más:

-Quiero ser talla cero.

Mil cosas vinieron a mi mente; pero honestamente, lo que más recuerdo es cómo volaron mis años en sus ojos y mis fantasías la convirtieron en niña de nuevo. Buscando las palabras correctas en la mente, no me atreví a decir nada más que "muy bien".

En ese instante supe que la había ofendido. Había destruido toda esa confianza que habíamos creado en tan sólo dos días y tenía ganas de gritarme: "Lo que viste es real, idiota"; pero se contuvo. Volteó la cara, que ahora se fijaba en la ventana, y continuó:

-Quiero ser talla cero. Quiero estar buenísima y no volver a engordar jamás. Quiero ser un cadáver hermoso.

En este momento supe que hablaba en serio. Sentí una profunda tristeza al escucharla, pero el verla me hacía recapacitar. Ella lo disfrutaba en su mente. Brillaban sus ojos al decírmelo y hablaba con una convicción que no mostraba el más pequeño remordimiento de sus palabras. Entonces, me permití ser un poco más observador, y vi sus muslos, sus piernas dobladas en el sillón. Su disimulado escote, su cuello, su rostro perfecto. Era en realidad perfecta. No había una sola línea fuera de lugar. Lo que hace por uno el ser bendecida con la niñez y la belleza.

-Pero si eres perfecta -le dije.

-Quiero serlo más -. Me dijo sin voltear la mirada.

-¿Y por qué me lo dices? -repliqué. Pensando ahora en su extraña visita y su no menos extraña confesión a esas horas de la madrugada en mi casa y sin avisar.

-Quiero ser talla cero, pero no quiero ser bulímica -me dijo. Con la mirada centrada en la mía pasaron segundos en los que ninguno de los dos respiró.

-¿Lo eres? -le dije buscando sus ojos. Se puso en pie, como hastiada de su situación, se pasó las manos por la cabeza, el cabello y empezó a decir:

-Empecé a vomitar hace tres meses. Primero fue un experimento. Debo confesar que se sintió bien haber comido y después haberme deshecho de tantas calorías en un instante. Sólo fue una vez. Pero dos semanas después, en una cena en casa de mi familia, no pude aguantar las ganas de hacerlo después de comer todo lo que me invitaban. Traté de hacer ejercicio todo el día, pero el placer que me provocaba eliminar calorías sin esfuerzo era mayor. Empecé a vomitar dos veces a la semana, después tres, cuatro, y veía cómo se iba la grasa, cómo de pronto era talla 5, talla 3, talla 1. Quería ser talla 0. Todo se salió de control. Después vomitaba después de cada comida. Ir al gimnasio me cansaba demasiado, me desmayaba sin razón y no llevaba el conteo de las horas. Los días se hacían noche y en la noche sólo pensaba en comer para después vomitar. Todo esto a escondidas. Para mi familia y mis amigos, todo estaba bien. Cuando te vi esa noche, sólo esperaba poder conocerte y olvidarme de todo lo que pasaba por mi mente en estos últimos días.
Entonces titubeó.

-Se ha salido de control, ¿sabes? -dijo en tono realmente preocupante-. De pronto vomitaba cosas que ni siquiera recordaba haber comido. Yo me sentía bien, ya casi era talla cero. Me sentía como vuelta a nacer. Joven, mis pechos firmes, mis caderas delgadas, mis pompas en su lugar... incluso las arrugas y los dolores se empezaban a ir. Vivía una euforia constante. Seguía vomitando aún sin comer y la comida seguía saliendo a borbotones, incluso cosas que no había comido hacía años. No podía ser así. No a ese precio. No sé qué hacer. No sé a quién recurrir, pues toda mi vida es perfecta, excepto en la soledad, cuando veo la comida y me recuerda que después la he de desechar. Me siento mal, aún cuando nunca me he sentido mejor en mi vida.

Escuchaba atento sus palabras desde el inicio, procurando no tener una mirada dura o prejuiciosa. La abracé por un instante y se quedó callada. Calmada como cuando llegó esa noche a tocar a mi ventana. Escuchaba su respiración profunda y pausada. Le repetía al oído que iba a estar bien. Que yo cuidaría de ella, que la llevaría al lugar indicado para que nadie se enterara de su problema y lo solucionara y se acabara su sufrimiento. Besé su frente.

De pronto, empezó a convulsionar. Bien sabía lo que estaba pasando. Trataba de no vomitar en ese instante, y sin más, la tomé de un costado y la llevé hacia el baño. Fue demasiado rápido. Un enorme chorro de vómito salió de su boca, mojando todo a nuestro alrededor. Parecía que no iba a detenerse nunca. Se notaba lloraba del desespero. Duró unos cuantos segundos más hasta que por fin se detuvo. Vio todo por unos instantes y gritó desesperada, para correr hasta el baño y encerrarse. Me quedé un instante observando el espectáculo. Mis sillones, mi alfombra, mi mesa, incluso mi ropa bañada en vómito y un severo llanto proveniente del baño me llenaban la mente. Quise calmarla, pero nada funcionaba. Oía cómo vomitaba sin cesar dentro del baño y cómo, en los momentos de calma, su actitud se hacía más irritante e infantil. Gritaba sobre no haber comido esto o aquello. Gritaba sobre cómo había llegado ese trozo de pastel a su estómago. Los dulces, las pizzas, los conos de nieve. Gritaba desesperada y su voz se hacía cada vez más chillona e incesante. Convencido de que no lograría calmarla, me puse a ver el desagradable espectáculo de nuevo. Vi cómo entre el vómito se podían ver claramente los trozos de comida esparcidos. Ahí estaban los sándwiches, las albóndigas, el espagueti y de vez en cuando, algo que me parecía inusual. Dulces desaparecidos hacía años, trozos de comida que si mal no recuerdo, ya no había existido por un buen rato. Parecía como si se hubiera comido una bolsa entera de comida de la alacena de su abuelita. Comida de lo más ordinaria, incluso para mí, y por lo que sabía de ella y su estatus social, no concordaba con su imagen. Me la podía imaginar con un trauma infantil, encerrada en su cuarto, comiendo todas las cosas que no la dejaban comer de niña y que ahora eran respuesta a su misma disciplina auto-impuesta. ¿Será que el no querer comer la hacía escaparse a esos años en donde podía comer lo que quisiera cuantas veces quisiera? Era fácil imaginarlo; pero... ¿por qué los pedazos enteros en el vómito? ¿Por qué incluso las envolturas originales y las latas? ¡Por dios! Esto iba más allá que la simple supresión del hambre. Esto era inaudito, imposible. Todas esas cosas en conjunto, en su organismo, matarían en un instante a la pobre muchacha. Qué digo. Ni siquiera cabrían en ella. Hablo de la sensación de ver un accidente en el supermercado. La cabeza me empezaba a dar vueltas y me perdía en mil y un explicaciones sobre algo a lo que no le encontraba sentido; pero entonces la pensé. Recordé que estaba a sólo unos metros de mí y estaba sufriendo por todo esto. Volví en mí y voltee hacia la puerta, para escuchar algún sonido. Los jadeos habían cesado, las horcajadas, los vómitos y el llanto. Todo estaba en completo silencio. Llamé a la puerta varias veces y no obtuve respuesta. Quise asomarme por debajo de la puerta sin poder ver nada. El vómito lo cubría todo. Llamé y llamé sin cesar. Esta vez, incluso grité su nombre para que despertara, si acaso se había desmayado de tan enorme esfuerzo. No obtuve respuesta. Asustado sobre su condición, no pude hacer menos que buscar un objeto pesado y derribar la puerta. Con la ayuda de mi mesa, lo logré.

Lo que entonces vi, es lo que ronda mi cabeza sin cesar un día tras otro. Lo que me despierta sin respuestas en la noche. Lo que me hace divagar por la casa hasta verla y lidiar con la realidad. Con este sueño interminable que rige mi vida como si fuera la única opción para conservar la cordura. El placer de este sueño sin fin.

Ahí, en el baño que antes brillaba en sus mosaicos, estaba la comida de varios años. Latas, dulces, jamones, carnes, pescados, verduras, cualquier cosa que un ser humano pueda haber comido a lo largo de su vida. Cualquier cosa estaba ahí. Por el lavamanos, el retrete, la tina, la regadera, todo cubierto por kilos, si no, toneladas de comida perfectamente empacada. Aún no la veía a ella. Debía estar tras la cortina. Debía yacer inconciente, sin idea de cómo me iba a explicar lo que esa noche había sucedido. Busqué a tientas su cuerpo. Entre biberones y latas de leche. Entre tierra y una que otra canica, frijoles no cocidos, clips, broches de cabello y muchas latas de gerber, estaba un cabello rubio; su hermosa cabellera pensé. Tomándola en brazos, tan ligera después de desecharlo todo. Ahí estaba, en mis brazos, esa inconfundible mirada que me conquistó hacía apenas dos noches. Ese lindo vestido que ahora colgaba de su cuerpo pequeño y hermoso. No estaba inconciente como pensaba. Me miraba fijamente y sonreía como sólo ella lo sabía hacer. Su cabello brillaba con la luz de la lámpara y me acariciaba la cara, pues era yo su protector, como lo había prometido. Me puse de pie buscando un lugar dónde recostarla. Salí del baño, extendí unas mantas limpias sobre el sillón más alejado del desastre, la acosté tiernamente y vi con sorpresa cómo había cumplido su meta. Ahí, en la etiqueta de su ropa, llevaba la talla deseada. La talla perfecta. Sonreí y besé su frente mientras le decía:

-Lo has logrado, amor. Talla cero al fin.

Balbuceó unas cuantas cosas, un poco de saliva salió de sus labios y sonrió feliz de estar ahí con su mirada en la mía. Me llenó de ternura, era el ser más hermoso que jamás había visto, de mejillas sonrosadas, de ojos claros e infinitos, sus cabellos dorados. No pude seguir leyendo la etiqueta que decía:

“Talla 0 a 6 meses”.

Para Issis.
Te adoro, niña.

Cumpleañeros

Siguiendo con los cumples, ayer fue cumpleaños de Marisol. Una amiguísima mía de la adolescencia y lo que le siguió. Sea lo que sea que me dice el espejo. No la vi y la verdad, no es como si lo hubiera intentado. Casada, con una hija, me imagino que es más familiar el festejo que cualquier cosa. Le envié un mensaje felicitándola y eso fue todo. La quiero mucho, eso sí, y espero haya sido un lindo día.

Hoy es cumpleaños de Jessica. Una niña a la que adoro y con la que he vivido muchas cosas, de todo tipo, buenas, malas, peores, fantásticas. Creo que eso nos hace tener una relación más fuerte que la del común. La quiero, la extraño mucho y quisiera haber estado ahí para darle su abrazo. Ya llegará el momento. Mientras, a ambas, les deseo lo mejor del mundo. Es sencillo. Paz, amor, éxito, alegría, confianza, paciencia, dinero, salud, blah blah blah y mi amistad :)

Mil besos... y espero el que sigue, 7 de Mayo; pero por ahora, no vale la pena hablar de esa vieja. Ni que fuera su cumple.

jueves, 26 de abril de 2007

Los hijos de

Los hijos de Paz hablan en duermevela del tropo de los cuatro vientos, en la madrugada de tu pecho. Un beso escurre en la mejilla y es el sol, armado de tus cabellos.

Los hijos de Neruda escriben de amor, cardo de matiz hinchado, por tus caderas el río de estoperoles enciende tu espalda mojada. Cesa el viento de las rocas de tu voz tejida en espuma.

Los hijos de Bécquer dicen que la luz se derrama en el paisaje, por el agua, sauce astillado le hiere, se viste de rojo el ocaso, rosa y púrpura y a tu faz regala un beso y muere.

Los hijos de Machado gritan, mueren.
Los hijos de Nervo callan.
Los hijos de Lorca enseñan.
Los hijos de García leen.
Los hijos de Llosa ríen.
Los hijos de Benedetti vuelven.
Los hijos de Cervantes se mofan...

Los hijos de puta creen que leer es su mérito.

Los hijos de mi padre dicen, agarra la pluma y ponte a trabajar.

Buen día



Suena el teléfono:

-Sí. Disculpe. ¿Hablo al hospital de niños?
-Ti, ¿ké le lele?

miércoles, 25 de abril de 2007

Anecdotando

Desde hace muchos años he tenido la buena costumbre de regalar cosas al azar. Cualquier regalo a cualquier persona. Por años también, imaginé mil historias acerca de cómo esa persona tomaría este gesto tan extraño y por qué no, a veces incluso perturbador. Es difícil que una persona acepte regalos de un extraño, más aún costosos. Ya sea el postre a una feliz pareja en el restaurante, flores a la maestra, chocolates a la hermosa chica de la tienda, poemas a la señora del autobús. Cualquier cosa que pensara pudiera alegrarle el día a alguien más. Obviamente, con el paso de los años, nunca tuve una reacción al respecto. Nunca volví a saber nada de esa gente y si al contar lo que les pasó ese día, mi regalo iba entre las historias. Nunca hasta un día en que pasó.

Hace 4 años estaba sentado en la sala de espera de una gran compañía en Culiacán por cuestiones de trabajo. Pasaban los minutos y no me atendían. En ese lapso, noté que la recepcionista del lugar era muy bonita y al parecer, simpática; aunque ese fuera su trabajo. Tomé la pluma que siempre llevé conmigo y buscando dónde escribir, no encontré más que un billete de un dólar que cargaba siempre conmigo. Me puse a escribir. No recuerdo bien qué dije, no recuerdo bien qué pensé, pero terminé de escribir, tapé la pluma y guardé el billete hasta que fuera hora de partir. Al despedirme de los negocios, me acerqué a recepción y le dije simplemente: "Toma, es para ti". Di media vuelta y me olvidé del asunto pronto.

Mi hermana cumple años el 30 de marzo, como siempre, este año también festejó. Se reunieron sus amigos, los de siempre, los nuevos, todos mezclados en un abrazo grupal que duró toda la noche. Podría decir que fue un día más, no les voy a mentir. No porque no fuera bello, sino, porque era su día y sinceramente nunca conocí a sus amigos tan bien. Cumplí y me fui a dormir temprano. Pero no lo fue. Estaba yo preparando todo para la llegada de mi hermana. El karaoke, la comida, las sillas, las mesas, cuando de pronto, llega la primera invitada. Muy temprano para cualquiera que conozca a los amigos de mi hermana, pero allí estaba. Saludó, pasó y se sentó a la mesa. Me sentí comprometido a hacerla sentirse bienvenida y la saludé. Cuando la vi, me acordé al instante de quién era y rápidamente se me vino una sonrisa, al menos a la mente. ¿Se acordaría? Era mi oportunidad de saber si alguien había encontrado algo especial en mi detalle. Así que le pregunté. "Tú trabajabas en Fincasa, ¿verdad? Ahora Fincamex". "Sí", me contestó, "aunque hace rato que renuncié. ¿Cómo sabes?" Sólo atiné a decir: Una vez te regalé un poema en un billete de dólar. Sonrió. De inmediato empezó a platicarme de cómo le parecía conocido y no sabía dónde me había visto antes. Incluso recordó que usaba el cabello largo en aquel entonces y luego dijo: "Aún tengo ese dólar". Sonreí, y me dije, bueno, fue especial. Le contesté con una risa un tanto incrédula y agradecí. "En verdad, me dijo, aquí lo traigo conmigo". Por unos instantes el tiempo fue muy lento, mientras alcanzaba algo en su bolso, lo que luego resultaba ser el dólar en el que hacía 4 años le había regalado un poema a una perfecta desconocida. "Siempre lo traigo conmigo" me dijo. "Es muy especial".

No supe qué dijo después, para ser honesto, apenas creo recordar su nombre. Fue una noche especial y me alegró mucho saber que sí, que a veces los pequeños detalles cuentan. Cuatro años después, aún hacen sonreír.

¡Feliz cumpleaños, papá!

Mañana es cumpleaños de mi padre, ya que nació el 26 de Abril del 1955. Mañana cumpliría 52 años. Él murió el 6 de Enero del 2007.

Es la primera vez en muchos años que no lo veré en este día. La primera vez en 27 años.

Alguna vez escribí:

"Es de noche y la tierra es un carnaval de sueños concebidos entre las sombras. De la oscuridad la creación milagrosa, el chispazo de ingenio, el poder de volar. En el piélago entre la vida fantástica y la realidad no hay imposibles, sólo deseos de más. De vez en cuando sucede que el sueño cruza la delgada línea del crepúsculo y se convierte en algo más allá, distinto. Es entonces que el sueño trasciende y evoluciona a la verdad. Es por eso que existen los milagros. Es por eso que existe el amor. Porque un día, alguien no pudo renunciar a su fantasía cuando viendo al albor a los ojos ese radiante astro, ese fulgor sin igual, lo deslumbró dejándolo ciego por siempre para por siempre soñar."

Era de noche cuando escribí eso, justo cuando murió mi padre. Cuando dejaba de soñar. Cuando recibí la llamada de mi hermano: "Wey, mi papá pues... se murió". No supe qué sentí. Incredulidad, si acaso, un valor enorme para no dejar caer a mi familia; unas ganas inmensas de estar ahí.

Yo estaba lejos de Culiacán, la ciudad donde vivimos juntos tantos años; yo bajo su techo. Hablaba con él todos los días, ese día lo noté triste, estresado. Fue la última vez que lo escuché.

Mañana voy a asar carne, voy a comprar vino tinto, asar cebollitas, chiles; o me iré para Altata -donde nació y ahora sus cenizas quedan- para hartarme de maricos en la playa; como tanto le gustaba. Mañana festejaré su nombre y su vida, y quizá la ilusión de verlo cumplir un año más con nosotros, ese sueño, para extrañarlo como en los cumpleaños que nos quedan por festejar.

Yo no sé cómo se sentía mi padre esa noche. Quizá dejó de soñar, quizá el dolor era tan grande que era más fácil dejar de sentir. Quizá se sentía solo, quizá, sí, quizá esa noche estaba triste, lo triste que un hombre a punto de dejarlo todo se debe sentir. No lo sé, porque esa noche lo que escribí, lo escribí para mí. Para soñar, para vivir, para convertir en realidad todos esos sueños que tengo, para hacerlos milagros regados por mis días. Como hizo él. No sé si ese día era feliz, creo que no; pero si sé que lo fue muchas veces, durante toda su vida. Sé que al final de los días, podía voltear atrás y sonreír, y sentirse satisfecho y orgulloso de haber llegado al final mejor de lo que alguna vez soñó. Se sentiría orgulloso, porque detrás quedábamos nosotros, sonrientes, orgullosos de haber sido parte de su vida, de haber sido parte de su felicidad.

Mañana festejaré en su nombre. Por ese hombre que hace castillos con nada más que sus manos y sus ganas de ser más. Por el hombre que dio todo y más por su familia y extraños. Por ese hombre que nos cuidó cada uno de los días de su vida. Por ese hombre imperfecto que se reía de sus manías y nos dejaba existir como lo más maravilloso que alguna vez pisó la tierra.

Extrañaré todo. Lo grande y lo pequeño. Su amor y sus tonterías. Extrañaré verlo todos los días o de vez en cuando y ver que le brillaban los ojos al llegar. Extrañaré su voz y sus cariños. Extrañaré sus anécdotas y sus canciones con la guitarra. Extrañaré su inteligencia y el comfort que me daba saber que siempre estaba ahi para sacarme de cualquier apuro. Extrañaré saber que mañana lo vería y que me llamaría por teléfono a diario para saber cómo estoy, cómo va el trabajo. Extrañaré verlo en cada cosa que me falta por vivir y al final de mis tantos días.

Feliz cumpleaños, papá. Te sueño retirado, descansando en tu casa, en la playa, sabiendo que no hay nada que le puedas pedir a la vida ya que no hay nada que no hayas dado por ella... y diste tu vida por llegar a donde estás. Donde quiera que esto sea. Descansa, que bien merecido lo tienes.

Nosotros estamos bien y estaremos mejor. Nos hiciste buenos y no tienes por qué preocuparte. No hay nada que pueda detener este sueño de ser felices por siempre. Festejaremos por ti esta vez; que un día, cuando sea tiempo, festejaremos juntos de nuevo. Te amo con el alma, papá.

Tu hijo, Luis Alberto.

domingo, 22 de abril de 2007

Pequeña Saltamontes

Te vi nacer. Te vi surgir desde el brillo más intenso de los ojos arrasados de tus padres. Te vi convertirte en los millones de promesas que muy pronto te tomaron de la mano. Te vi crecer y así, te vi tomar un disfraz distinto cada día, modelando sueños por el cuarto, reflejada en ese espejo en el que estaban sólo tú y la habitación vacía. Te dejé ir.

Ahora vuelvo de vez en cuando, para verte, para ver si te reconozco por las calles. Jugando juegos con mis ansias sobre quién serías, qué habrá sido de tu vida. Si es que has cambiado tanto que termine por perderte para siempre entre las multitudes y tenga que inventarte una nueva historia en cada rostro: La cantante, la doctora, la niña asustadiza de la esquina. He vuelto de vez en cuando para ver si te encuentro y no he fallado una sola vez: Eres la niña en el disfraz equivocado.

Tomaste tus mejores ropas con ilusión y saliste a pasear y fuiste distinta, fuiste maravillosa y el mundo entero empezó a voltear, empezó a notar quién eras y por qué ibas vestida así. Entonces el miedo a su curiosidad se apoderó de todo, no dijeron nada y llenaste sus silencios con un juicio que nadie se molestó en formar y la inseguridad se aferró a tu ser hasta cubrir tus ropas con fragmentos de todos aquellos que pasaban por tu lado. Hasta robar sus sonrisas y sus costumbres. Hasta robar sus historias enteras y practicarlas hasta el cansancio en un insufrible esfuerzo por hacerlas tuyas. Hasta llevar ese disfraz que ahora vistes y te dice que existes, que eres alguien más, que perteneces a un lugar.

Y te diría que lo lograste; que has engañado al mundo entero excepto a mí que te conozco; pero mentiría, mentiría pues aún te observan, aún se preguntan quién eres y saben bien cuando te has ido. Los llevas en la mirada, en esa caja de cartón mojado que arrastras con tus defectos y tus virtudes empolvadas; e igual que yo, siempre te ven llegar. Te reconocen por el respiro cansado, ni suspiro, que te empeñas en amamantar. Te reconocen por el disfraz parchado de inseguridades y miedos, de sonrisas ajenas y anécdotas sin terminar. Te reconocen por las ganas de llorar.

Volveré otro día con mis juegos de encontrarte y buscaré una niña todavía, una en un disfraz equivocado; astronauta en tierra de vaqueros, montada a caballo, con un láser, una paleta y un puñado de ilusiones en la mano. Entonces quizá te vea cosiendo nuevas ropas, regalando sonrisas, sabiendo que para vestir una virtud sólo hace falta escoger, de nuestros favoritos, un color. Entonces quizá, cuando te vea, feliz y cansada de reír, reconozcas en mis ojos ese mismo brillo infinito que te vio nacer.


Para Mimi.

miércoles, 18 de abril de 2007

¿Ahora qué?

Hagámonos de palabras.

Sí, de miles, cientos de miles. No importa si son buenas, malas, aprenderemos a usarlas con el tiempo. Aprenderemos para qué son, para qué las inventaron y por qué estoy aquí ahora usándolas para gritar en un cuarto vacío. Se usarán con cuidado, sin cuidado, para ofender, para consolar, para odiar, para amar, para todo lo que han servido a través de los años. Quizá de esto salga un nuevo lenguaje, más o menos sofisticado o único, no importa; será el indicado. Hagámonos de palabras, de las del mundo entero.

Bienvenidos al mundo.

Hoy es un día para enamorarse. Es tu decisión si el amor de tu vida te encontrará triste y cansado o radiante y absolutamente maravilloso. Bienvenidos al mundo.