domingo, 26 de junio de 2011

El Fusco (Revisited)

Se le reconocía por el cigarro. Asemejaba un antiguo buque de vapor en el horizonte: el espectral humo hilando el cielo de nubes y el casco intenso, blanco, parsimonioso, de su sombrero vaquero era lo primero que aparecía por las cuestas de la ciudad. El gris mortecino, casi azul, del empedrado encuadraba su estampa y los muchachos sólo debían imaginar el resto: la mar, el vaivén de las olas, las velas punzando el cielo.

"No fumo, me rodeo de misticismo", decía en tono cadencioso. Tomando impulso en cada palabra para lanzarse libre hasta la siguiente frase. Fascinado con el brillo de los ojos atentos a su alrededor.

De no ser por el sutil recuerdo de sus ropas con olor a tabaco y su andar chimuelo por las calles, se podría decir que era inocuo. No daba consejos, no repartía sabiduría y jamás alimentó una mala costumbre. Divagaba por la vida. Era un pensamiento extraviado. Le decían el Fusco y ni el mismo recordaba por qué.

"Me lo gané una noche –decía parado fuera de la escuela, junto a la cancha de futbol-. Cuando desperté era una pestilencia, unas ganas de volver el desayuno que me lo tatuaban al pecho. Nunca rezongué. Era mi mote. Sabrá Dios qué hice para llevarlo a cuestas, pero después de eso todos los días lo cuidé; puedo decir que lo amamanté, aún si jamás volví a probar una gota de alcohol".
Luego partía por cualquier rumbo.

Un soplo, un atado de ideas; el resuello de mil imágenes acomodadas en un azar estrepitoso de presente y un diván en medio de todo, donde recostamos cada recuerdo cuando tenemos ganas de soñar. Así es el tiempo.

-¿Te das cuenta de que eres tu pueblo? –dijo un día sentado en las bancas.
El muchacho frente a él sonrió omnisapiente; dueño de todas las verdades. Bajó la mirada hasta el balón de futbol entre sus manos y le sonrió al séquito de compañeros que lo miraban atentos sin decir una palabra.

-No, en verdad –dijo el Fusco. Dio una bocanada honda al cigarro entre sus dedos y dijo señalando: ¿Ves aquel remolino? No es sólo polvo lo que lleva. El matiz rojo se lo dan los tomates podridos de don Pancho allá en la esquina, el naranja las gerberas que tanto cuida la María. Los empujaba uno a uno hasta el bastión del granero y ya de ahí fue fácil levantarlos en revuelo, libres con el viento.

Los muchachos sonrieron. Sin duda la inmensa sabiduría de todos sus diecisiete años les impediría lucir complacidos hasta de la segunda venida del señor. Bromeaban, se empujaban, se tallaban los brazos y el cabello con escepticismo, pero jamás dijeron nada en ese tenor. Encontraban el placer de las historias de su amigo camino a casa, una vez solos, justo antes del anochecer, con palabras más ligeras revoloteando en el eco de sus pisadas contra la piedra bola del camino, de los años, de los niños más pequeños que los rodeaban con la devoción por un amigo más grande y sabio que los podría educar con su bravura y sentido de lo común. Es entonces que escuchaban.

-¿Ves cómo se eleva? –continuó- Eso es por el algodón de la finca. Sus diminutos guerreros blancos en coro por el aire. Cuando el mundo se erosiona se te mete por la nariz, hasta los pulmones, y no importa dónde acabes, llevas tu pueblo dentro. Con el tiempo estás hecho casi enteramente de sus polvos, de ese barro… Como el pardo ese que sube y que no es más que el lodazal de la tía Justina, preparándole el baño al Peregrino aquí, que sigue como gato al agua.

Soltaron la risa. El Peregrino sintió un golpe suave en el hombro y soltó la carcajada.

-Hora de irse a casa –dijo el Fusco.
Luego partió hacia cualquier lugar.

Pasó el tiempo. Sostenido de los postes deambulaba lentamente por el pueblo, adolorido de tanto traer noticias y llevarse gente para no volver. El tiempo; el mensajero del señor.

Crecieron los ruidos, crecieron los muchachos, crecieron los lugares dónde encontrar al Fusco y los lugares dónde perderlo. Con los años le habían perdido el paso y sólo creían reconocerlo sobre el humo de una taquería o el de algún pitón de caña que se quedara encendido hasta la mañana siguiente.

Vueltos al pueblo, convertidos en todos unos hombres, se sentaron en el mismo lugar de siempre. El suelo entero lucía empedrado de chamacos y sus mil lenguajes; de gritos, lloriqueos y pleitos; de juegos de futbol. Y entre el ardor de ese mismo sol y esa nueva tierra, sabían desde muy hondo en el pecho que extrañaban ese olor a tabaco quemado, esa voz suave y pausada, como agarrando viada; mas nunca dijeron palabra alguna en ese tenor.

-Se lo llevó el remolino –dijo el Peregrino.
Soltaron la risa y se fueron por cualquier lugar.

Dicen que se lo llevó el cáncer una noche como cualquier otra. Estaba detrás de la fonda de don Tomás cuando le agarró la carraspera y ya no pudo respirar. Se había vuelto parte del pueblo; demasiado como para notarlo. Lo despidieron y lo echaron a las rosas.

Quisieran decir: Aquí yace el Fusco; el buque de vapor; un hilo amarrado al cielo para no caer; un pueblo, una época, una voz como agarrando viada; el títere del señor. Cuando viviendo tanto se le puede respirar en el ambiente y tiene un aroma pardo de hierba, tabaco; de noche y tierra mojada.