martes, 17 de abril de 2012

Wicked Tree


No sé por qué planté el árbol. Mi papá me regañó en cuanto lo vio. Que para qué quería un árbol tan grande en medio del sembradío. Que para eso no era la tierra. Pero a mí no me importó. Esa mañana atravesé el campo muy tempranito, mucho antes de que cantaran los gallos, y metí las raíces entre los tomates, suponiendo que así tendría qué comer cuando yo anduviera muy ocupado con las gallinas y los becerros como para cuidarlo. Fue entonces que mi papá echó el grito al cielo, pero a mí no me importó.
Ni el primero ni el segundo verano pasó nada. El árbol no era más que una vara seca engarruñada en el suelo. Pero para el tercero ya había echado una rama. Apenas ahí, una pizca más que la nada. Una pequeña varita chueca y bizca, que apuntaba en dos direcciones. Mínima, endeble y desnuda. Pero así la cuidé. Todos los días la regaba y la abonaba con la tierra fértil de en derredor y se me figuraba que crecía como el más alto de los robles y que luego colgaríamos un columpio de su rama más fuerte, pero entonces la ramita se escondía entre la maleza y no la volvía a ver sino hasta que mi padre renegaba con ella por querer crecer en un lugar donde hasta los mismos gusanos le robaban la comida. Pero yo ya no hacía caso de reniegos, todo desde el día en que al irme a dormir, ya muy cansado, vi a mi padre abrirle espacio al palo en el suelo, y a esa rama bipartida que ahora se separaba en otras dos que tampoco tenían forma, y entonces pensé la abonaba con la tierra de sus manos, la regaba con el sudor enajenado de su frente hasta caer dormido y no recordarle más.
Habían pasado muchos años y ya andaba yo pensando que era igual de terco que mi padre; que ese atado de palos y ramas chuecas habían sido un berrinche más de niño y que qué tenía que andar haciendo un árbol en medio de los tomates si no era cosa qué comer. Eso andaba yo pensando esta mañana, muy temprano, con un hacha y el azadón en mano, cuando al llegar al campo con mi padre, que me lo encuentro en flor.

viernes, 30 de marzo de 2012

You

Is al I do.

jueves, 15 de marzo de 2012

Talla 0 (remake)

No espero crean siquiera una palabra de lo que estoy a punto de relatar, no se los pediría yo que aún ahora, sumido al fin y después de mucho tiempo de autoanálisis y la más pura compasión en la más dócil de las normalidades, despierto todas las noches agobiado por el imposible terror de un sinfín de pesadillas elementales que, en medio de la opiácea penumbra que reina en mi habitación o acaso en mi subconsciente, lo cubren todo y el ancho pasillo que apurado cruzo cargado con la obsesiva esperanza de estar equivocado, deseando todo haya sido la inocente fantasía de los abismos de mi mente perturbada, sólo para llegar hasta su cuna y ver que todo es real, tan real como mis palabras y este mundo que me he creado; este extraño suceso que tengo que vivir y amamantar como el más largo y profundo de los sueños.

Muchas veces antes había visto este caso repetirse como una más de las muchísimas singularidades inherentes al ser humano. Desde tiempos antiguos la lucha por ser aceptado por una comunidad, un grupo, una clase social, un dios o simplemente por el ser deseado (amado diríamos hoy) ha sido la piedra angular de la supervivencia y evolución del ser humano a como hoy existe. En términos generales esa lucha siempre ha estado estrechamente ligada a nuestra concepción más instintiva de la belleza (desde un punto de vista científico, se observa que los animales buscan en su pareja la salud y la seguridad de que al reproducirse las crías, éstas posean la fuerza necesaria para sobrevivir y perpetuar a su especie, esto es, el ejemplar más “hermoso” a sus ojos es aquel que le dará los mejores críos; y a la vez, esto resulta singularmente verdadero en esos casos en que la probable belleza del plumaje, las escamas o la apariencia general de esa cría le permitirán encontrar una mejor pareja con la cual reproducirse).

Inmortalizada en nuestra memoria ha quedado la concepción de la perfección de los dioses y querubines que rollizos y en extremo felices aparecen en sinfín de pinturas y esculturas a través de generaciones, dejando claro que con el buen porvenir venían las buenas carnes. Baco mismo, en la cultura griega, era representado como un dios obeso y por demás glotón.

Los romanos de la clase acomodada, tiempo después, solían autoinducirse el vómito después de alguno de sus majestuosos banquetes y ya en el siglo X, Aurelianus describió al hambre mórbido como un apetito feroz con deglución en ausencia de masticación y vómito autoprovocado.

Con el tiempo la cuestión estética pasó a ser política y luego espiritual. Los primeros religiosos, muy a su conveniencia, escribieron (por orden divina) que la glotonería y excesos de los altos mandos estaban influenciados por el diablo y el ascetismo arrastró con él el placer de tan pecaminosos festines. Ser obeso era bien visto y hasta admirado entre las clases altas, ser aceptado por un dios y su religión exigía el ayuno; permanecer delgado y ajeno a todo placer conminado por Satanás.
De estos hechos se ha hablado mucho, y me doy la libertad de parafrasear algunos datos históricos ya condensados:

“Javier San Sebastián Cabasés, Jefe de la Unidad de Psiquiatría Infanto-Juvenil del Hospital Ramón y Cajal (Universidad Alcalá de Henares, España), nos remite al siglo IX, donde un monje de Monhein (Baviera) refiere la milagrosa curación de la joven Friderada, "que tras un periodo de apetito voraz deja de comer por completo, vomita los lácteos que ingiere y finalmente es curada por la Santa Wilgefortis". Por la misma época, la historia de Santa Wilgefortis, una joven mártir portuguesa, más parece la descripción de un auténtico cuadro clínico de nuestro tiempo: "Era por el año 800 D.C. En una lujosa estancia de un castillo portugués, la hija del rey rechazaba los alimentos que le ofrecían, ayunaba y si la forzaban a comer vomitaba. Enflaquecía desmesuradamente frente a sus padres, y prácticamente se estaba dejando morir de hambre. Todo antes de romper su voto de castidad y de servir a Dios; todo antes que la casaran...". Sin duda, un caso típico de anorexia nerviosa que la convirtió en Santa Wilgefortis (del latín virgo fortis), o Liberata como es conocida en Francia, España y Portugal”.

A su vez, otra versión cuenta que venció su apetito como una expresión de su desinteresado amor a Dios. Renunciando a su femineidad para conservar su virginidad por amor a Dios, sacrificio al cual el señor contribuyó llenándola completamente de vello masculino. Y así podría seguir por días enteros recordando a Catalina de Siena, Santa Clara de Asís, o el relato del médico persa, Avicena, que escribió acerca de la condición del príncipe Hamadham de quien dijo: “Se está muriendo por negarse a comer, preso de una inmensa melancolía”.

Se cree que la bulimia junto con la anorexia han existido desde siempre que haya existido el impulso de satisfacer esa necesidad mística o religiosa, estética o política, de consagrarse a la mirada de alguien más o de sí mismo y es el mismo ser humano, ya tan distinto incluso a aquél de su pasado reciente, el que ha invertido una vez más su concepción estética gracias a una arrogante suficiencia para subsistir en un medio que ha sabido moldear a su antojo, dejando la antigua belleza y respeto que antes emanaban las personas obesas de la clase acomodada, y la resignación y divinidad que inspiraban aquellos que ayunaban en nombre de un dios humilde en el olvido, dando paso a la admiración por unas cuantas figuras esqueléticas que desfilan sus modas entre vítores y aplausos de cientos, millares y millones de observadores que ya no pueden ver en ese aspecto famélico (tan espantoso en tiempos de la plaga) otra cosa sino la ejemplificación de la mujer perfecta.

Por todo esto es fácil suponer que, de entre todos los seres expuestos a tal abominable tergiversación de ideas, los más vulnerables a sus normas y patrones impuestos sean aquellos que aún luchan por establecer su carácter o en el peor de los casos, establecen el suyo en medio del caos de un sinfín de corrientes filosóficas vacías que no han alcanzado a madurar, comprender y aprehender de manera adecuada. Es por tal que las principales víctimas de esta llamada “crisis” (palabra que sólo me gusta utilizar en esas personas que de verdad sufren por aquello que los afecta, ya que en muchos otros casos es incluso una situación placentera, pues sus consecuencias les son desconocidas por un largo tiempo si acaso se han de presentar) suelen ser las mujeres jóvenes o incluso adolescentes (e insisto en recalcar al género femenino pues la relación las favorece en 10 a 1 y hasta en 20 a 1 según la fuente que se maneje) que marcadas por la necesidad de sentirse aceptadas por su ámbito social sienten la irrefrenable necesidad de lucir como modelos de portada de revista. Un hecho no lamentable únicamente en sí y por las graves consecuencias a su salud, sino por la malformación de ideas e ideales a los que da lugar la publicidad omnipresente que ahora funge como el nuevo dios del siglo XX y todo lo que reste del XXI.
Dicho esto, limpia mi alma y sosegados mis comentarios, empiezo a decir de aquello que me hizo volver furioso la mirada a nuestra decadente sociedad.

La conocí como a muchas mujeres antes. Solíamos frecuentar el mismo bar, un pequeño pero conveniente antro a sólo tres cuadras de mi casa, y esa noche yo me había atrevido a dejar mi habitación en búsqueda de mucho menos que un poco de diversión: un trago antes de dormir, antes de repasar las tareas del día hasta caer dormido junto a alguno de mis libros. El ambiente era familiar, casi aburrido y el perfume agladiolado del aire, entremezclado con la salsa italiana de las pastas que ahí servían, chocaba de forma por demás estridente con la ruidosa música moderna que los clientes, en su mayoría mucho más jóvenes que yo, se empeñaban en escuchar. Sólo un grupo de muchachos, de entre veinte y veintitrés años, se alojaba en el lugar, muy lejos de donde yo me encontraba; comiendo con la boca abierta; tomando sin medida. Concentrándome en mis ideas, devolví la mirada a la copa de vino que movía entre mis dedos cuando de pronto escuché una voz cristalina, tersa y de mujer, capturar mi atención. Ahí estaba ella; la reconocí como una más del grupo y adivinando cuáles habían sido sus palabras, atiné a decir tímidamente que no había problema en que se sentara a mi mesa. Su rostro blanco, fino y ovalado reflejaba la seguridad que sólo una mujer mucho más atractiva que uno puede tener. Posó su copa en la mesa al sentarse cuidadosamente y apoyando sus manos en ella me lanzó una mirada de ébano intensamente directa y escrutadora, aunque más interesada que analítica y empezamos a charlar. En efecto, sus ideas, su amena plática y su lenguaje corporal eran totalmente distintos a los que yo relacionaba con el de las muchachas de su edad. Sabía que rondaba los veinte años, que apenas se abría paso a la vida adulta, pero había algo que no tuve el cuidado de analizar, algo que me hacía olvidarme del resto de las cosas. Charlamos porque ella así lo quiso y yo, un tanto sorprendido, me dejé llevar. Disfrutamos de lo que resultó ser una hermosa velada y, ya muy entrada la noche, nos despedimos y nos fuimos a dormir.

La segunda vez que la vi quizá me había olvidado de ella. Una noche de arduo trabajo me había guiado hacia el mismo lugar sin expectativa alguna. El lugar estaba más concurrido de lo habitual y tuve que esperar por unos momentos en la entrada, situación que en otras ocasiones me habría hecho dar media vuelta invariablemente y dirigirme a casa, sin embargo, por algo más alevoso que la fortuna, esperé y al fin, con un banco alto, una pequeña mesa redonda y mis manos vacías, me senté sin saber qué hacía ahí. El ruido era demasiado, el rumor de los labios moviéndose sin parar me hicieron sudar, pero la música más suave logró abrirse camino entre la muchedumbre para calmarme. Entonces vi cómo, de entre el abigarrado tumulto del fondo, una larga y estilizada figura cubierta en azul rey se dirigió hacia mí con pasos largos y firmes. La reconocí al instante. Llegó rápidamente hasta mi mesa y, sin yo esperármelo, plantó un delicado beso en mi mejilla. Ordenó dos copas de vino, más seco del que tenía en mente, tomó un banco prestado del grupo contiguo y se sentó a mi lado; todo esto sin que yo me atreviera a interrumpir la maestría en el juego de sus manos, sus ojos y sus labios al preparar la escena para los dos. Me vio fijamente por un momento y estirando el brazo, con su mano ligeramente inclinada, se presentó.

-¿Qué te parece –me dijo después- si esta vez yo no pregunto tu nombre y quedamos a mano?

Sonreí avergonzado de mi olvido. En mi inherente misantropía había olvidado preguntar su nombre la vez pasada y supe que siendo tan hermosa, había herido su orgullo. Ofrecí disculpas y quizá hasta describí nerviosamente mi huraña condición. Ella desechó la importancia de mi descuido y sin quitarme la vista de encima, comenzó una conversación tan sutil y profunda que no pude menos que dejar atrás todos mis descuidos previos para regalarle mi mirada por el resto de la noche. Fue la velada perfecta y al despedirnos esta vez sabía que no volvería a tener el descuido de no pensarla. Con un beso en la mejilla y un hasta pronto, me retiré a casa.

Ahora, me siento un tanto obligado a explicar que aún cuando vivo de manera acomodada y que aún si después de todos mis gastos y los pagos de un automóvil último modelo en mi cochera aún me queda algo para darme ciertos lujos, jamás habría podido, con mi sueldo de maestro e investigador en la universidad, el hacerme de la casa en que ahora vivo. Fueron mis padres quienes, con sus ahorros y esfuerzos, la decoraron a lo largo de muchos años de la manera meticulosa y en ocasiones ostentosa en la que ahora la mantengo en su memoria. Yo heredé dicha propiedad, tristemente, después de que el avión en que se dirigían a sus vacaciones por Europa, festejando juntos su retiro después de treinta años de incansable trabajo, cayera a las aguas del mar borrando toda posibilidad de volver a verlos o siquiera saber de ellos. Puedo decir entonces que conocía bien su casa pues viví en ella la mayor parte de mi vida y sólo uno que otro detalle se escapaba a mi memoria cuando, vestido de negro y enrojecido por la impotencia, me mudé con mis pocas posesiones a esta pequeña mansión.

Mi antigua habitación estaba en el segundo nivel, cruzando el largo pasillo entre dos naves opuestas que dividía la escalera y varias series de puertas donde se repartían otra habitación de las mismas dimensiones que las de la mía, dos cuartos de baño, un estudio y lo que mi padre intentaba fuera un pequeño observatorio donde pasábamos las noches juntos tratando de contar las estrellas. El sueño de mis padres siempre fue vivir en una casa alegre y bien iluminada y, desde el punto de vista arquitectónico, puedo decir que, sin temor a equivocarme, lo lograron. Las ventanas son amplias y abundantes, las claraboyas en el techo iluminan con mística espectacularidad el interior desde las alturas, las paredes son claras y los pasillos anchos y bien trazados, y sin embargo, siempre, desde que era pequeño, hube de ver las rojizas maderas tras un velo opaco de descontento.

Debo confesar ahora que fui hijo único y que la otra habitación, reservada para mi posible hermano o hermana, permaneció vacía para siempre, pues mis padres habían decidido concentrar todos sus esfuerzos en mí, criando a un solo pequeño de la mejor manera en que les fue posible. Así fue que, entre el trabajo de mis padres (que eran letrados de la misma universidad que yo) y lo inmenso de los espacios vacíos, me acostumbré a la soledad y al silencio. Quejarme habría sido inútil. Mis padres sabían que llevaba una vida perfecta y nunca hubo oportunidad para reclamos, aún si el peor de mis berrinches fuera debido al poco tiempo que lograba verlos. Es por eso que me aprendí el suave murmullo de las hojas de los árboles en derredor, mismos que en días de tormenta, alterados por el desorden y el infinito ruido, golpeaban con fuerza las ventanas llevándose en sus garras el aterrado eco de mi voz despavorida en mis pesadillas. Mis padres no me escuchaban estando tan lejos y pronto entendí mi lección, aprendiendo con ello, sin embargo, otras cuantas singulares cosas por mi cuenta.

Descubrí, por ejemplo, que con el tiempo, cualquier sonido que no perteneciera a mis padres, al de los árboles o al de mi propia voz, me despertaba con increíble facilidad. Así, podía sentir con gran detalle las pisadas de mis padres acercarse en los momentos en que sigilosos se atrevían a pasar de largo las escaleras en el centro del pasillo para llamarme por cualquier razón. De pronto, podía predecir (quiero creer que porque había memorizado sus empedernidas costumbres sin darme cuenta) todos sus movimientos. Sabía sin margen de error de las noches en que mi madre no podía dormir presa de los bochornos e incluso presentía el momento exacto en que mi padre habría de llamarme desde su cuarto con esa honda y grave voz que no heredé y cuando apenas iba a abrir la boca, yo me asomaba a su cuarto preguntando qué era lo que pasaba.

Otros días podía detectar cualquier animal o cosa que no pertenecieran a la casa y que hubiera logrado escabullirse tras las cosas y cuando alguien perdía algo, me bastaba con sólo golpear algún muro o mesa de madera para que la resonancia de ésta me guiara cual sabueso hasta el objeto extraviado.

Por obvias razones (relacionadas con la severa escuela escéptica de mi padre) nunca le dije nada a nadie y el secreto me siguió a todas partes a lo largo de mi vida; a través de mi adolescencia y luego en mi juventud, cuando en la universidad podía saber con exactitud cuántos de mis compañeros de casa (pues estudié la universidad en el Alma Máter de mis padres y solía vivir en una atestada casa de estudiantes donde podía haber en ocasiones hasta ocho larguiruchos pasantes acomodados entre dos camas, dos sillones y el piso alfombrado) se habrían de presentar con cara de desvelo a clases por no haber podido dormir en toda la noche. El secreto era simple y consistía en percibir sus movimientos inquietos, sus respiraciones aún conscientes e incluso, cuando por un tiempo viví con una de mis novias en la ciudad de México, podía adivinar el momento exacto en que habría de despertar para decirme que no podía dormir.

Fue en mi vida adulta que pude al fin entender lo poco que dormía y solía pasar noches enteras tratando de encontrar un patrón en las texturas del techo y las paredes o, sólo por diversión, buscando la solución de algún problema más bien artístico o ideológico que se me presentara, imaginando mi manera de reaccionar a cualquier situación posible o pensando en cómo podría mejorar ésta o aquella película o novela.

Esa noche, después de llegar a casa y como me era costumbre, no pude dormir inmediatamente. En su lugar, deambulé por la casa hasta dar con mi antigua habitación y recostándome en la cama, aún vestido y sin siquiera quitarme los zapatos, pensaba en mis padres, sus rostros, sus sonidos, en los ruidos que ahora faltaban, en el viento que intenso, pero aún inadvertido, se colaba entre los árboles, dejándome saber que una tumultuosa tormenta estaba por caer; pero por sobre todo pensaba en ella, que había aparecido sin que la esperara yo una noche como cualquier otra para decirme que estaba ahí, que existía y que podía ser (aún a su tan corta edad) maravillosa.

De pronto, en el sexto sentido de mis vellos crispados, sentí el pequeño temblor de sus pisadas aumentar; no sé cómo ni por qué, pero se trataba sin duda del paso largo, firme y cadencioso de ella que llegaba hasta detenerse en un lugar cercano a mi casa. Pronto, como si estuviese dictando sus movimientos, supe que había cogido una piedra y la había lanzado a la habitación de mis padres; cruzando el largo (y ahora pesaroso) pasillo.

Me puse en pie rápidamente y atravesé el vestíbulo a toda velocidad, llegué hasta la puerta y tratando de encontrar otra pista, la abrí lentamente, sólo para encontrarla vacía. Esperé por un momento y de nuevo sentí sus movimientos erizarme la piel. Sabía que la siguiente piedra vendría del ventanal este de la habitación. Llegué hasta él y de un fuerte movimiento abrí la ventana sólo para recibir el duro guijarro con la cara. Desde abajo escuché la que bien pudo haber sido la risa de los ángeles. Me asomé con el rostro enrojecido y ella aún reía, ya sin sonido, viéndome de la misma forma en que lo había hecho al sentarse a mi mesa por segunda vez.

-¡Ven! –me gritó.

No atiné a decir palabra y sonriendo, cerré con cuidado la ventana pues en la distancia ya se escuchaba el intimidante tremolar de los árboles. Me dirigí hacia las escaleras tratando de contener mi corazón. Sentía bullir mi sangre y en el pecho, desde la boca del estómago, sentía consumirse mi razón entre cosquillas que subían en ráfagas hasta mi cerebro. Intentaba recordar que se trataba de una niña de apenas unos veinte años que, haciendo su nueva travesura, se había aprendido la dirección y el rumbo de mi casa después de que había hecho hincapié en lo conveniente de que ella hubiera decidido visitar el mismo bar que yo a pesar de vivir al otro lado de la ciudad. Llegué desorientado hasta la puerta y ajustando mi camisa, la abrí de par en par. Una vez más, como si hubiese sabido su posición y sus acciones, me la encontré de frente, en mi jardín, y una ligera bruma que surgía de los pequeños lagos de riego en el suelo y la fuente dormida, cubría su cuerpo entero de la luz más blanca de la luna. Era un espectáculo surreal e inalterable y algo de razón en mi pecho sabía que jamás volvería a caer en el descuido de no tomarlo como tal. Su hombro derecho, desnudo y coquetamente alzado, estaba dirigido hacia mí, y después de una pausa que puedo adivinar calculó a la perfección, echó una última mirada en derredor antes de voltear a verme. Caminó entonces, flotando sobre el césped, hacia el interior de mi casa.

-Bonita –me dijo al pasar. Luego se perdió dentro de la penumbra de la casa y yo la seguí en silencio.

Al entrar vi que recorría la sala con la yema de los dedos sobre la madera de los sillones. No era exactamente la imagen que esperaba y lo sabía, pero volteando los ojos hacia el techo me dijo de inmediato:

-La casa de tus padres.

Había entendido con ello las pinturas colgadas en los muros, las vasijas, las esculturas y la tibia luz amarilla que adornaba sólo ciertos sectores de la nave central. Se quedó un rato inmóvil, con su peso ligeramente apoyado sobre la pierna derecha y me pidió usar el baño. La encaminé hasta él, dejándola a solas. La tormenta se avecinaba en un murmullo mientras yo pensaba, me apretaba las manos, me quitaba el cabello de la frente con nerviosismo. Di unas cuantas vueltas por la habitación hasta sentarme en el antebrazo de uno de los sillones con las manos en las bolsas. Salió del baño, caminó hasta mí y pasando por un lado, se sentó a mis espaldas. Giré en torno, subí media pierna al antebrazo, y sujetándola con ambas manos, esperé se revelara la intención de su visita. Estaba a punto de romper el silencio cuando ella tomó la palabra:

-Quiero ser talla cero –me dijo.

Pude haber preguntado qué era exactamente a lo que se refería, pero sabía que era innecesario. Sabía su respuesta, sus muecas y todos sus sonidos; los sabía desde el momento en que llegó esa noche y quizá los había sabido siempre; desde que me topé con ella con la esperanza de que fuera algo más que sólo una diversión para ella. Lo supe en su rostro poseído por la vanidad y el anhelo y conturbado por mi egoísmo y mi sinrazón, deseché toda mi furia en ella con la filosa frialdad de mi condescendencia.

-Muy bien –le dije.

Entornó la mirada enfurecida sólo por un instante pero, segura de lo que habría de decir, no movió nada en su pose; ni un solo cabello. Debía estar acostumbrada a mis palabras. Las palabras de los adultos que siempre alegan saber más ahora que sosegadas las pasiones, segregan amor por las responsabilidades y la leche tibia antes de dormir. Mi inesperada visita se concentró en sus intenciones y derrochando dignidad y con un ligero alzar de cejas continuó sin quitar la vista de las cosas de la sala:

-Quiero ser talla cero. Quiero tener la figura perfecta y no volver a engordar nunca más y cuando muera quiero ser el más hermoso de los cadáveres.

La tristeza absoluta e incluso el llanto se arremolinaron a mi pecho sobresaltado y el intenso ruido de sus palabras me hizo tartamudear. Frente a mí estaba una de las más hermosas criaturas de la creación hablándome de cuánto despreciaba su imagen, cuán poco valoraba su estima y cómo desechaba el milagro de su creación por aquel que le impusieron la publicidad y la moda. Estaba dispuesta a negar toda la razón por el hacer sonreír a un grupo de asquerosos cerdos que llenaban sus raquíticas carnes con billetes de cientos y miles de dólares. Y sin embargo, había algo de dignidad en su mirada, algo único e intangible que no me permitiría jamás sentir lástima por ella pues se trataba de una firme convicción, de una creencia y su entera religión con cada palabra que hablaba. Entonces, poco a poco, suavicé mi análisis y quise ver a la mujer que tuve frente a mí esa misma noche. Llevaba un vestido azul rey entallado a las caderas que llegaba apenas hasta su rodilla, de escote cruzado y acabado fino, las zapatillas de color perla combinaban a la perfección con el pequeño bolso que sujetaba entre sus manos. Dos hermosas perlas colgaban de sus orejas y llevaba el cabello recogido en ondas altas en su cabeza. Se sentaba recta y sus ojos de ébano habían perdido brillo, pero no estaban tristes, sino concentrados en otro sueño; uno muy lejano. Era en verdad perfecta. Era la exaltación de la juventud y la belleza y pude haberme olvidado de sus ideas ésa y todas las noches que le siguieran sin más que un simple remordimiento y en ese tono creo que alcancé a decir:

-Pero… si eres perfecta.

Volteó para encontrarme frente a ella con la cara trastocada por la sorpresa. Quiso sonreír pero las ideas que recorrían su mente no lo permitieron. En la noche allá afuera, lloviznaba con un siseo uniforme.

-Quiero serlo más, pero… –me dijo volteando rápidamente la mirada.

Aproveché su pausa para salir de mi trance y con un respiro hondo me dispuse a conocerla de nuevo.

-¿Y por qué me lo dices? –repliqué pensando ahora en la razón de su visita y su no menos inesperada confesión.

Se movió pensativa en su asiento, apoyó ambas manos en el colchón y echó su cuerpo para atrás, cambiando el orden en que doblaba sus piernas. Pensó por lo que sentí era una eternidad.

-Quiero ser talla cero –me dijo-, pero no quiero ser bulímica.

No había drama en su rostro. No cayó derrotada en mis brazos una vez dijo esto. No lloró por su situación ni su impotencia. Sólo se movía ligeramente mientras encontraba la manera de contarme toda la verdad ahora que había empezado. Después de todo, por eso estaba ahí y quizá por eso me había encontrado en un principio. Porque sus amigos no entenderían y no pasaría mucho tiempo antes de que sus padres supieran la verdad y tuviera que sufrir el drama y la vergüenza que los papás hacen pasar a sus hijos cuando consideran que todos sus problemas son generados por un tonto capricho. Quizá no al principio pero sí después, cuando interpretó todos mis silencios, algunos intimidados por su mera presencia, como una capacidad nunca vista, a sus ojos, para escuchar, analizar y comprenderlo todo. A mi tonto silencio le siguió una pregunta que sólo indicaba el momento para explicármelo todo.

-¿Lo eres?

Tragó un poco de saliva y sin moverse de su lugar abrió ligeramente los labios mucho antes de, ya sin timidez, poder decir:

-Nunca me había interesado mucho lo que comía. Nunca rechacé una comida sin haberla probado antes y sé que podría haber comido cualquier cosa que mi padre me convidara… pero no mamá. Ella siempre detestó la comida grasosa, la comida chatarra y los excesos. Una noche, sin saberlo y hartos de la dieta y el aburrido sabor de las comidas de mamá, mi papá y yo nos escapamos a cenar tacos de cabeza. Esa noche no pude dormir. Después de haberme cenado más de seis tacos los dioses no estaban de mi lado. Empezaron los horribles dolores abdominales y vomité toda la cena y la comida de los días anteriores. Empecé a desvariar con la idea de no volver a dormir siquiera un minuto más en lo que me restara de vida. Tenía fiebre. Pasé cinco días hospitalizada debido a una aguda gastroenteritis y al volver a casa mi madre no pudo dejar de notar que era lo mejor que me pudo haber pasado: Había adelgazado tres kilos por la enfermedad. Recuperada, no volví a pensar en ello hasta que una noche, después de una cena especialmente pesada pensé que podría aliviar mi malestar vomitando un poco, sólo lo necesario para aliviar mis náuseas. El malestar desapareció y algo más encontró forma. Fue después, tras una cena familiar especialmente abundante, que entendí lo que era. Entendí lo bien que se sentía el saber de una manera de deshacerse de tantas calorías en un instante. Vomité y de verdad pensé que sería la última vez que lo haría, pero un mes después volví a hacerlo. Traté de contenerme. Sabía que estaba mal pero la sensación era inigualable. Traté de hacer ejercicio y por un tiempo funcionó, pero el placer que me provocaba eliminar las calorías sin esfuerzo era mayor. Comencé a vomitar de vez en cuando, en especial si sentía que el ejercicio no estaba dando resultados. Luego de un tiempo ya vomitaba dos veces a la semana, después tres, cuatro, y pronto ya era talla cinco, tres, uno y todo lo que deseaba era llegar a ser talla cero. Todo se salió de control. Ahora vomitaba después de cada comida. Ir al gimnasio dejó de funcionar. Me cansaba demasiado, me desmayaba sin razón aparente y las horas se convirtieron en días y los días en el terror de tener que enfrentarme de nuevo con el hambre. Traté de suprimirla con remedios caseros, con agua, con suplementos y nada funcionaba. Se convirtió en mi peor enemiga y castigaba mi cuerpo con días enteros de ayuno que sólo duraban hasta que casi sonámbula devoraba cualquier cosa que estuviera a mi alcance. Nunca dije nada. Nunca busqué ayuda. Para mis padres todo estaba bien y mis amigos admiraban mi asombrosa capacidad de comer cualquier cosa sin subir un gramo de peso. Éramos felices. Cuando te vi esa noche, sólo deseaba sentir que aún era capaz de sentirme hermosa por lo que era. Quería olvidarme de todo y de todos.

Entonces titubeó.

-Se ha salido de control, ¿sabes? –continuó ahora sí, con un brillo acuoso en sus ojos alicaídos- De pronto vomitaba cosas que ni siquiera recordaba haber comido y la idea de estar perdiendo la razón empezó a cruzar mi mente. Yo estaba bien, casi llegaba a mi meta y mis amigos… mi madre... Me sentía como flotando en un cuerpo prestado, sin poder creerlo, y cada vez que me veía en el espejo una sonrisa aparecía en mis labios. Cada día me sentía más joven, mis senos eran más firmes, mis caderas más delgadas, y mis glúteos volvían a donde siempre debieron estar... Incluso las pequeñas arrugas de mis ojos y los dolores del ejercicio empezaban a desaparecer. Vivía en una euforia infinita, pero seguía vomitando aún sin siquiera comer y la comida que seguía saliendo a borbotones ni siquiera correspondía a la de mis costumbres. No quería perder la cordura, no podía ser así, no a ese precio. No quería llevar una doble vida en la que una parte comía lo que la otra no se atrevería ni a mirar. Ahora no sé qué hacer, no sé a quién recurrir pues mi vida es perfecta excepto en la soledad, cuando nadie sabe que esta hermosa figura se la debo a tan degradante acto. Y hoy, frente a ti, me siento mal aún cuando nunca me había sentido mejor en mi vida. Creo que necesito ayuda.

Si hubiese podido recibir sus palabras con la mitad del estoicismo con el que me las confesó habría sido capaz de abrazarme e irse sonriente de mi casa. Esa dulce criatura… y de alguna manera entendía sus palabras. No era distinto de cualquier vicio y el que no los haya disfrutado con magnífico descaro por lo menos una vez en su vida, que lance la primera piedra. Estaba agotada. Sostenía su cabeza completa con una mano en su barbilla y el brazo sostenido en su muslo dorado. Me puse en pie y me acerqué hasta ella. Me hinqué en el suelo alfombrado y le di un largo abrazo al que respondió cariñosa. Sentía su respiración recorrerme el cuello tibia y sigilosa; plácida. Le repetía al oído que iba a estar bien, que yo cuidaría de ella, que la llevaría al lugar indicado para que nadie se enterara de su problema; que al solucionarlo acabaría su sufrimiento. Besé su frente. De pronto, como si hubiese estado sujeto a una fiera apresada, empezó a convulsionar con fuerza increíble. Se soltó de mis brazos y bien sabía lo que estaba por suceder. Por un instante pude ver el mar de lágrimas contenidas en el cristalino de sus ojos y temerosa, aterrada y sin esperanza me vio por última vez y salió corriendo. Pensé darle alcance pero al instante se desató una tormenta de terrible fuerza y con el estruendo de lo que parecía granizo, arena o grava contra las ventanas, nos golpeó un rayo en las cercanías que sumió mi vista en la ceguera repentina de las lámparas estallando con energía absoluta. Traté de escucharla tras la armada atosigante de miles de millones de gotas de lluvia y el golpeteo violento de los árboles contra la casa, pero no lograba ubicarla ni con mis oídos excitados. No lograba concentrarme ahora cuando un suspiro suyo antes de despertar me habría tenido esperando ese momento junto a su almohada cualquier otra noche. Corrí a ciegas hasta el baño y no encontré nada. No quedaba siquiera un rastro de su aroma ahora que todo el jardín habitaba con su fragancia los cuartos. Me di la vuelta y como si esperara tocarla con la planta de los pies, seguí con cuidado, pegado a la pared, buscando las escaleras. ¡Tanto ruido! ¡Tanto espanto! ¡Y sus ojos, sus ojos desgajándose cual flor marchita eran lo último que recordaba! Agucé todos mis sentidos y quise entregarme a la quietud de mis momentos cuando niño; cuando sólo el eco de mis gimoteos me acompañaba. Entonces la escuché. De entre los huecos de la tersa madera llegaban los lamentos de una dama que, encogida por las convulsiones, vuelta mártir hasta sus rodillas, vomitaba una y otra vez sin cesar. Esto supe por el roce de la caoba y en el frío del mármol podía sentir sus lágrimas todas del color de su vestido. Subí rápidamente los escalones y perdí su rastro contra la tormenta. Llegué hasta donde había estado y sólo quedaban los restos de su pesadilla. Sillones, paredes, pisos e incluso el techo estaban bañados en vómito. Esto lo vislumbraba como apariciones después de cada relámpago que delatador ocurría a cada tramo. Entré en mi habitación y toda ésta lucía de la misma manera: bañada en charcos de más vómito del que jamás hubiera visto. Sorprendido seguí hasta los baños y no había nada sino restos de comida llenándolo todo. Escuché su voz ahora como un trueno. Era su voz, sus plegarias, se frustración de no haber comido esto o aquello. A medida que su voz enloquecía, levantaba el tono y sus reclamos se tornaban más irritantes. Corrí hasta ella pero al llegar ya se había ido. ¡Era el hambre mórbido del que hablaba antes Aurelianus! Por el suelo trozos enteros de comida. ¡Y digo enteros! Había trozos de pan, tortillas, las rebanadas de pizza, los tacos, todo sin masticar. Como si alguien hubiera tirado al suelo la mesa de un enorme buffet. Gritaba inconsolable y yo que no encontraba su voz. Gritaba desesperada y su voz incesante chillaba y pataleaba contra las paredes. ¡Era una niña! ¡Sólo una niña que peleaba con su madre por haberla criado de tal manera! La seguí, aún impresionado por la escena, pero la oscuridad me la negaba. Sobre el pasillo podía ver claramente los sándwiches, las albóndigas, el espagueti, ¡verduras y limones enteros! ¡Cómo era posible que…? Entonces, a medida que rodeaba el laberinto de restos, noté algo que me llamó aún más la atención; por entre los restos, un dulce y otro que habían desaparecido hacía años, trozos de comida que había dejado de existir cuando yo era apenas un niño. Comida anticuada y seguramente caducada. Era como llegar a los restos de una casa abandonada por una eternidad y encontrarte con los gustos de una familia con cinco niños. Su rostro, su ropa, su lenguaje… esa comida no correspondían a los de su edad, a los de su clase. No importaba cuánta hambre se pudiera tener, jamás podría haber comido tanto; jamás sin caer muerta al instante. Entonces imaginé a su dura madre, que si no mala, ajusticiándola desde pequeña a conservar esa hermosa figura prohibiéndole todo aquello que sus amigos habían comido siempre extasiados de felicidad; encerrada en su cuarto ahora, ya grande e independiente, desquitando todo lo que alguna vez quiso disfrutar, ¿o sería acaso que su misma privación la hacía escaparse a esos años en donde podía comer todo lo que quisiera sin más consecuencia que un ligero dolor de estómago? Pero... ¿por qué los pedazos enteros? ¿Por qué incluso las envolturas originales y las latas? ¡Por un dios! Esto iba más allá que la simple supresión del hambre. Esto era inaudito, sin duda, más allá del borde de lo imposible. Y entonces pensé que quizá era mi imaginación; que era yo quien veía mal, quien escuchaba mal, quien confundía su niñez de excesos con aquellos de mi hermosa víctima de la bulimia. Luego, con un estruendo y con el otro seguía viendo lo que ahí estaba con total claridad. ¡Un jamón entero en su empaque original! Me sentí mareado por la idea y caí en una alucinación nerviosa de la que no salí hasta haber revivido dentro de mi mente todos los ruidos y sonidos disonantes de mi mente errada. Poco a poco, la tormenta cesó con un arrullo parejo dejándome saber que la voz chillona e infantil de mi invitada se había apagado. Bajando el pulso a su estado natural, descubrí que la luz sepia del cuarto de mi anhelado hermano se encendía y lo deseché de inmediato como una ilusión. Vuelto en mí, pensando al fin, logré ponerme en pie después de gatear unos cuantos metros hasta llegar a la puerta. Tuve miedo. Nunca me sobraron las palabras y ahora… No sabiendo lo que habría de encontrar; no sabiendo qué decir; no sabiendo cómo se le habla a tan desdichada criatura… Tuve miedo pero toqué a la puerta antes de pensarlo de nuevo y no obtuve respuesta. Quise llamarla por su nombre pero mi desenhebrada voz se desgarró con mi valor. Tomé aire y hablé un rato con los dioses. La llamé de nuevo y el viento respondió que no había nada. Me armé de valor y tocando la puerta por un permiso, giré la manija.

Lo que ahí encontré es lo que ahora atormenta sin cesar mi tan sentida realidad o mi antigua vida. Lo que me hace recorrer los pasillos en las madrugadas, agobiado de ruidos nuevos y sonidos que no serán. Lo que me despierta sin respuestas en la noche con un puñado de preguntas sin respuesta que me hacen ocultarme del mundo entero en mi inimaginable realidad, en este absurdo interminable que rige mi vida como si fuera la única opción para conservar la cordura. Sumido en el placer mórbido de este sueño sin fin.

Ahí, en la clara e impecable habitación de un niño, se acomodaba en perfecto orden la comida entera de cualquier supermercado. Perdidas habían quedado las cómodas, los roperos y los clósets detrás de una muralla de alimentos. Ahí, en la inmaculada limpieza de una habitación que no pude reconocer, estaban una sobre otra cientos de latas de todo tipo, todas las imaginables, todo lo que alguien podría comer a lo largo de veinte años. Jamones, carnes, chorizos, panes, carnes de res, de pollo y cerdo, camarones, frutas y verduras. Elevadísimas carteras de huevos una sobre la otra, kilos y kilos de tortillas, frijoles, garbanzos, lentejas. Había pastas y comida chatarra perfectamente empacada en todo el derredor y a medida que me acercaba a la cama, dulces y más dulces de todo tipo. Nacionales, extranjeros, gomas de mascar, caramelos, fruta enmelada, paletas frías y conos de nieve, latas y latas llenas de helado, de leche en polvo y entre todo, decenas de frascos de comida para bebé. Todo ahí, perfectamente empacado y presentado. Todo, todo, estaba ahí. Las comidas finas como el caviar, el salmón, la langosta y tan simples como los nopales y las acelgas. Caminé sin poder quitar la vista de todo en derredor pero buscando una respuesta. Llamé por ella en vano y luego lo volví a hacer con más fuerza. Quizá se habría escapado antes de tener que dar la cara, cuando yacía en el suelo atribulado por la sinrazón, pero fue entonces que escuché una singular y ligera risa y de entre las mantas de aquel vestido azul rey, la fina cabellera rubia de mi invitada sobresalía como siempre la había imaginado. Llegué hasta ella y me vio con ojos enamorados. Ese inalterable fulgor de ébano, esa exquisita y virgen piel de seda: era mi mujer perfecta. La tomé en brazos, ligera cuanto era, y la abracé con todo el amor del mundo después de haberla conocido por tan sólo dos noches. Lucía feliz, descansada después de tanta tragedia y me seguía mirando de la misma manera en que lo hizo cuando tuvo que encontrarme a mí de entre todos en el bar y más tarde detrás de mi ventana. La luz que desde lo alto se derramaba iluminaba su presencia toda, dándole el mismo fulgor de las hadas cuando lo han hechizado a uno. Sonrió y sonreí con ella. Todo había terminado y yo era su protector como lo había prometido. Me puse en pie con ella en brazos y le busqué un refugio, lejos de la realidad de esa vieja habitación. Encontré algunas sábanas y cobijas limpias entre las prendas de los cajones y tendiéndolas sobre el suelo, en la parte más alejada de la casa, la recosté tiernamente. La vi a los ojos por otra eternidad. Entonces, al verla envuelta entre sus ropas para el frío, lo comprendí todo. ¡Cómo no haberlo visto! ¡Ésa era la respuesta! ¡Todo, todo lo que había sucedido no podía tener sino una simple y llana explicación! Ahí, escrito en sus frazadas estaba el final de todo, el quid de todas las esencias, la solución a todos sus problemas, la panacea, el bálsamo, el nirvana, el dios de todas sus religiones, la llené de besos extasiado y comprendí.

-Lo has logrado, mi amor. Talla cero al fin.

Balbuceó unas cuantas cosas, un poco de saliva salió de sus labios, sus pequeñas manitas tomaron uno de mis dedos llenándome de ternura y sonrió feliz de estar ahí con su mirada en la mía. Era sin duda el ser más hermoso que jamás había visto, de mejillas sonrosadas, de ojos claros e infinitos, de cabellos dorados. Consumido por las lágrimas no pude seguir leyendo la etiqueta que sobresalía de entre las mantas que la envolvían y que se leía: “Talla: 0 a 6 meses”.