martes, 27 de julio de 2010

De cuando te conocí

De cuando te conocí.
Solía ser un pensamiento intenso que quemaba mis sentidos en un aire dulzón, como de fruta pasada en la nariz, del cual no es fácil desprenderse y después, como esa misma quemadura intensa que se va sanando al aire fresco y suave y sutil, lentamente desaparece el recuerdo hasta no quedar idea ni de fruta, ni de aroma, ni de quemazón, ni de nada.

A

Cuando M despertó esa mañana lo llenaba un ligero sentimiento de desesperación, de vacío, de llenar con algo más el tiempo que sucedía entre despertar sonámbulo para irse a trabajar muy temprano y regresar cansado a casa después de una larga jornada siempre a las seis en punto, todas las tardes de lunes a viernes.

Se podría decir que en general vivía un buen momento; comía bien, poseía una casa propia justo en lo alto de una pequeña colina y llegaba al trabajo en un compacto y rendidor auto que había comprado el año anterior. Era joven y fuerte y mantenía una educada relación con su madre a la cual visitaba todos los martes y jueves, además de llevarla a desayunar los domingos con un reducido grupo de jubilados que lo saludaban efusivamente como el “grandísimo” hijo de la señora de K, pellizcando sus mejillas suaves y sonrosadas.

Después de eso, el poco tiempo que le restaba lo gastaba en sí mismo. Despertando media hora más tarde en sábado y en domingo y durando cinco minutos más en la regadera antes de pararse en el umbral de su puerta con su pantalón de vestir, camisa, corbata y sudadera y subir al coche sin rumbo fijo para terminar en cualquier lugar que le forzara a detenerse.

Sólo un amigo se atrevía a sacarlo de su rutina, pero los azares del destino lo habían llevado a trabajar lejos y sólo podían verse en los contados instantes en que algún asunto de negocios lo traía de vuelta.

M sentía (y se quejaba sólo en pequeños susurros de la mente) que la estructura formal de los días carecía de esa flexibilidad exquisita de los días pintados a mano por cualquier rincón de cualquier lugar, esa vida niña de la edad temprana que nos invitaba a encontrar que el existir era en sí la más grande aventura a la que el humano se enfrentaría. Así que una vez aceptadas las ligaduras, los muros macizos y las imposibilidades de la situación, lo que le seguía era la improvisación absoluta, pues la vida es, nunca será, y jamás puso menos empeño en vivirla por distraerse en el candor de un gesto inesperado.

Su trabajo era simple e incluso, decía, de lo más sencillo, lo cual, en parte por evitar el aburrimiento y en parte por el deleite de la creación a partir de la nada, le permitía disponer de un pequeño espacio de tiempo enteramente para sí mismo. Disfrutando de esos momentos de soledad que crea la plena abstracción del ser en medio del caos que la mayor parte del tiempo reinaba en el edificio entero. Las lecturas personales se hicieron costumbre y así las charlas, las risas y también las escapadas a vagar por vagar en la oficina. Y fue en una de esas escapadas sin motivo que encontraría en el a veces tan bondadoso azar, una de esas pinceladas que bien pudieran cambiar el matiz de la vida por el resto de los días.

Fue apenas un murmullo, un susurro venido de lo alto a posarse ignoto por sus sensaciones aún apaciguadas por el sopor de la nueva aurora. Fue el eco sencillo de un andar preciso acercándose, pasando a su lado y alejándose sin más. Pasos que se percibían en la inconsciencia como un secreto lejano que se cree haber escuchado pero que a la vez se desecha con la rapidez con la que se le ha dejado de escuchar y que aún así, bastaría una charla en el mismo tenor para recordarle de inmediato; que fue justo lo que sucedió la segunda vez.

Era otra presurosa mañana y M debió salir casi corriendo hasta el otro lado de la oficina para entregar unos papeles cuando le vio. Se detuvo lo que pareció una eternidad frente a esa imagen insólita, no sólo por su belleza y estatura, sino por una cualidad inasible que se le vertía desde el pesado cabello negro y laxo por su rostro hasta meterse por los ojos en un gesto melancólico que les pintaba del oscuro más profundo que hubiese visto antes. M, sin poder ocultar su sorpresa, hizo un gesto de reconocimiento con sólo un pequeño levantar de cejas y una sonrisa tímida que se quedó en la comisura de sus labios. Ella lo vio con sus ojos vidriosos, como a punto del llanto, en silencio.

-¿Qué tienes? –dijo M con una aparente familiaridad que usaba más bien en defensa de las miradas recelosas de sus compañeros de trabajo que encontrarían fascinante ese nuevo encuentro. Después de todo, la oficina se prestaba para todo tipo de chismorreos naturalmente innecesarios, pues era esa misma banalidad la que justificaba fuesen tratados con el más ínfimo detalle para luego deshacerse de cualquier responsabilidad recargándose en su silla, girándola hacia el monitor y exhalando un gastado <<’son tonterías’>> con firme convicción.

Ella continuó el silencio con un dedo índice a través de sus labios, lo tomó del brazo y se lo llevó a un pasillo alejado y con poca gente que además pertenecía a un departamento distinto y que por tal no les reconocería. Esto tomó por sorpresa a M que ahora se divertía con la idea de haber cuidado tanto el encuentro anteriormente, pues sin duda alguna, con ese gesto ella habría alertado a cualquiera a cincuenta metros a la redonda, más aún, agravado por el alto cuchicheo que usaba para expresarse. Aún así, M la siguió plácidamente y le regaló toda su atención. Era viernes a fin de cuentas y la oficina entera empezaba a disfrutar del fin de semana anticipadamente, con charlas personales, juegos y alguna risotada de vez en cuando, demasiado divertidos como para notar un suceso que después podría desechar con un gastado: <<’Son tonterías’>>.

-No se enoje conmigo –dijo ella realmente preocupada-, pero yo no le conozco. ¿Se imagina la reacción de la oficina entera si yo le regresara ese saludo familiar con el que intenta de alguna manera conquistarme? Habrase visto. No sé qué he hecho para merecerme tal irrespeto. Si nada más hace falta darles entrada para que se sientan como en casa y al rato sabrá Dios qué puedan pensar…

M la veía con detenimiento, poseído por sus palabras, y se maravilló de esa actitud claramente desbordada en exageraciones de quien tan poco antes consideró la más sutil y encantadora muchacha que hubiese visto y pensó en replicar adustamente en su defensa, pero aún así sabía que al menos ella se había tomado la molestia de llevarlo aparte para explicarle una situación que M no había creído que ella entendería con tal claridad. Supo sin duda que se merecía tal trato pues era verdad, ¿cómo se atrevía? Un desconocido, una desconocida, de edades semejantes, solteros (pues ella no mostraba anillo alguno en sus dedos largos y blanquecinos), por supuesto que la oficina hablaría, por supuesto que provocaría comentarios de toda índole, por supuesto que había sido un tonto.

-Disculpe usted –dijo M sin perder ese toque de solemnidad en sus palabras-, pensé que sería una buena oportunidad para conocernos y veo que por la premura e ingenuidad de mi atrevimiento he caído en el pecado, le ruego me perdone, prometiendo no se hablará jamás del tema si así gusta.

Ella se detuvo un instante en ese pensamiento y entonces lo observó detenidamente con esos hermosos ojos a punto de llorar, sin quitarlos siquiera de la mirada anonadada de M. De súbito, su semblante cambió por una preocupación totalmente distinta que la hizo reaccionar.

-¿Por qué me dice esas cosas? –dijo ella- ¿Acaso no me encuentra atractiva? ¿Qué acaso no le gusto?

-¡Claro que sí! –gritó M exaltado- Es sólo que me ha hecho ver mi error y es por esa misma pena que me aterra que no podría verla ya con otros ojos si usted no me perdonase nunca. ¿Cree que no lo he pensado? Una bella señorita. Una verdaderamente hermosa dama. Mis años de soltería. Estaba justo por comprarme un perro, ¿sabe? Ahora que mi mejor amigo se ha ido. Había pensado nombrarle Lucky y que podríamos pasear por el parque todas las mañanas. Sabrá usted que había logrado una muy agradable rutina. ¿Y qué decir de mi madre? Que aún si devastada estaría feliz, feliz de verme aún si no llegara algún martes, algún jueves, con ese amor incondicional que sólo llegan a conocer las madres. Pero los chismorreos, los problemas de oficina, los jefes, las normas, el ajetreo diario parecen demasiado. Y si llegase uno a conocer a alguien con otro trabajo, los horarios y las incompatibilidades, luego, los aumentos, los ascensos y los sentimientos de culpa e inferioridad. Los nuevos y más atractivos jefes. Y mengua decir que no se puede criar una familia a esta velocidad. No hoy. No ahora. Fui un tonto, sí. Debí pensarlo dos, tres o cuatro veces. Ya imagino qué dirán mañana de usted y yo, yo sin el poder de enmendarlo todo…

M estaba desolado. Esa idea. Esa sensación. Y sintió que el desayuno luchaba por hacerle daño, pero se contuvo y todo lo que hizo fue sudar por un instante. Una gota nada más se escurrió de su sien hasta perderse en sus patillas recortadas. Esperaba no una respuesta sino un milagro que lo salvara de tal situación.

Ella lo jaló del brazo de nuevo y lo llevó a un rincón todavía más apartado y con una fina introspección de su mirada pensó por un rato antes de decir:

-Está bien, lo acepto.

Después no dijo nada con esa mirada ya no tan melancólica y ya no tan profunda fija en el desconsuelo de M que aún recobraba el aliento.

Se veían sin apuros por primera vez desde que se habían conocido esa mañana. Parecían amigos y aún no conocían sus rostros por completo. Los detalles. El lunar de ella, sus labios perfectos, su piel de porcelana. El buen talante de él que empezaba a recobrar su talla con cada respiro. Atrás quedaban los cuchicheos, los aspavientos, el rumor inicuo de las oficinas. Si iba a hacer esto, lo haría de la mejor manera sin duda, y dejando claro que no había un caballero más indicado que él para tal compromiso se aventó fuera de sus pensamientos y con cuidado respondió:

-Muy bien. Es un trato.

Ella hizo una mueca distinta a la de una sonrisa, pero que aunada a su retrato, M la relacionó con un sincero gesto de alegría. Ella soltó el brazo de M, que no había soltado durante la totalidad del encuentro y en despedida le tocó con la punta de sus dedos largos y blanquecinos, la punta de la nariz.

-Vendrás todos los días a las 10, a las 4 y a las 6. Yo sabré estar lista –dijo ella-. Eso sí, nadie debe verte venir, ni siquiera yo y jamás pensarás en nadie más. Después de un mes le diremos a tu madre y yo gustosa la visitaré contigo. Sé que mis padres estarán encantados. Respecto a ese perro, pienso que sería buena idea que tuvieras un compañero, pero ese nombre… quizá te vaya mejor un Chance…

M la veía con atención y movía la cabeza como el mejor alumno del salón, con ansias de aprender y de recibir tan dulces palabras de tan dulce mujer.

-Trato hecho –dijo M.

-… buscarás a tu amigo y recobrarás esa amistad y quizá un día cuando yo me case podrás casarte también, eso sí, tendrá que ser toda una dama y entonces podrán venir los dos a visitarme. Pero deben avisarme con una semana de antelación pues ya sabes cómo son aquí de chismosos, y yo también soy sin duda alguna, toda una dama… -continuó ella mientras M que movía la cabeza de arriba abajo, sucumbía por siempre a ese nuevo mundo.


Kafka.


K

Muchos años antes, el ingeniero Luis Medina, había imaginado un momento así. Entretenido en lugares viejos remendados de historias nuevas, había llevado sus ansias de lugar en lugar al principio caviloso y luego como único dueño de sus aventuras hasta el grado de haber perdido por su prolongada ausencia el derecho a decirse de una tierra propia, según había convenido el Juez Mayor de México y México Constitucional, Don Álvaro Juan Peñúñuri y García. Así que sin más remedio y con la bendición de su abuela se había comprado un capuchón de gasa para el sol, unos pantalones anchos de pana en el que metían dos y hasta tres de él mismo en los días de hambre, una camisa a cuadros cubierta por una especie de rompevientos desigual y de largas mangas amarrado por la cintura, y unos zapatos grandes donde guardaba sus pies y el dinero del que se iba haciendo: <<’No ha nacido criminal que se anime a buscar algo entre este olor y mis juanetes’>>, decía. Se cargó con sus cosas que apenas si eran unas cuantas y se fue a encontrar el nuevo mundo.
En abril llegó a Culiacán, más flaco, más alto y más viejo. Muerto de hambre se sentó en una fonda y apretó los ojos para saber si habría de pedir triángulos, uchepos o papadzules, hasta que le sirvieron una carne deshebrada de venado, frijoles bayos (los cuales había olvidado) y agua de jamaica <<’No confíes en los frijoles güeros, le decía su abuela que era del sur y sólo había llegado a Culiacán después de una larga peregrinación, donde te los sirvan, quieren más a esos cochinos gringos que a los de tu raza, mejor fuera te mataran escuchando el cielito lindo que esas tonterías inaudibles de cajas musicales que suenan a maldita guerra’>>. Se refería a esos conciertos de rock en donde las bocinas, decía ella, eran la estrella principal, pues le daba nostalgia que la voz saliera de una caja y no de la tierna voz de un enamorado, como ella conocía de los tiempos del general Gracia, su difunto marido, quien la conquistó con tres mangos contaba, y una canción venida del cielo. Nunca supieron de esa historia pues apenas surgía el tema, el general lo cambiaba con esa voz honda y poderosa que era lo único que le quedaba joven de ese antiguo militar con veintitrés condecoraciones (cinco de ellas de gobiernos extranjeros), por otro tema más de hombres, según decía. <<’Los hombres hacen cosas de hombres y esos sacrificios son nomás para la mujer’>>.
Llegó ya noche a casa de Julián Preciado, viejo amigo y compañero de aventuras, y éste lo recibió como se recibe al hijo pródigo. Durmió y pasó el día conociendo los rumbos. Llegada la noche, Julián se afiló el bigote, se arregló las canas y vestido de sus mejores ropas, con zapatos de charol, se lo llevó a la fiesta del esperadísimo Bicentenario para que conociera al verdadero pueblo, decía, ya viejo y doliente de sus reumatismos y chipotes. <<’Ya es mucho ganado pa tan poquito cerco’>>, decía relamiéndose la espuma de la cerveza del largo mostacho que lo definía desde muy joven. La ciudad había crecido más allá del huerto de toronjas de la campiña y mucho más allá de las vías del tren donde retozaban cuando niños. Donde el Julián le confesó a la Martina su amor y donde, ya grandecitos, habían consumado su amor con desatinos, pues del primer encuentro nacieron los gemelitos Preciado; niño y niña, nomás que con gestos invertidos. La niña era la viva imagen de su padre: altiva y rozagante. Si nomás se podía ver cómo se relamía los bigotes en las fiestas antes de acercarse a un muchacho que le gustaba. El niño era más bien como su mamá: tímido y apocado, pero con una mirada que denotaba gran inteligencia, como si de lejos te viera mejor para luego juzgarte al dedazo. A Martina se le atribuía la capacidad de saber las cosas como si las hubiera hecho ella misma. Era por eso que cuando algo le pasaba a los niños, a Julián o a la casa, iban mejor con ella para que les dijera todo de una vez y poder arreglarlo cuanto antes. Supo desde el primer día que tendría gemelitos y que ella se parecería a él y él a ella, por eso la niña se llamaba Juliana y el niño Martín. Y por eso, cuando Martina vio a Luis Medina a los ojos se alegró, pero no nomás por una alegría propia, sino por una que venía de la misma felicidad que había visto le esperaba a Luis. Lo abrazó por un largo rato, llamó a los niños para que lo saludaran y le dijo al oído: <<’Esta noche conocerás a una de tus mejores amigas’>>. Luis Medina, acostumbrado a sus adivinaciones, sonrió como volteando a los lados para ver si le veía llegar. Tanto así confiaba en sus palabras.
Fue durante la fiesta con Julián Preciado, que Luis Medina reconoció entre la muchedumbre a Roxana María, una antigua compañera de bachiller con quien llevaba una estrecha relación desde entonces. Incluso, cuando tenía ganas de saber de este otro mundo, era a ella a quien le escribía esas cartas cortas y concisas que tanto odiaba la Roxana, y con las que ella siempre le decía rezongando: <<’Si no te voy a cobrar por palabra leída, que siempre me ha sido un gusto, condenado’>>. Y luego, ella se figuraba, se vengaba con cuatro hojas de libreta escritas por ambos lados, para que aprendiera. Sin embargo, Luis siempre fue ávido de sus lecturas y se echaba las cuatro hojas y las ochenta y seis anteriores en un santiamén, pues así volvía a vivir a su segundo pueblo de siempre. Fue así como se enteró de que su abuela había muerto, el mismo día que nacían los gemelos de Julián, y Luis, no pudiendo venir pues estaba ya muy lejos para desandar lo andado, le pidió a Roxana le llevara una orquídea a su abuela y otra a los niños en su nombre, pues los unía la misma alma pensaba. Las historias de Roxana eran todo menos complejas. Se divertía contando sucesos en una retahíla de palabras en orden que siempre terminaban con un tqm. Fue en esa fiesta de su bienvenida que llevaba a su nuevo novio apretado del brazo, no se le fuera a escapar y se sentaba en una mesa llena de algunas caras conocidas y otras tantas nuevas. <<’Siéntate aquí, Luis, no me vas a hacer el feo ahora que te has animado a contravenir al Juez Mayor, que si le piensas bien, le agrega injuria que estés aquí tomando ponche en la fiesta del Bicentenario’>>. Y soltó una risotada que asustó a los chanates que dormían encima de la carpa. <<’Yo siempre dije’>>, dijo Luis <<’que el que no es de ninguna tierra, de cualquier lodo se embarra’>>. Luego se sentó al lado de uno de esos rostros nuevos. De ojos verdes, del color de las rosas, alta, sonriente. Se trataba de Karelina Sepúlveda Ovalles alcanzó a oír, y ahí se quedó sentado toda la noche, pues Martina, al verlo a través de la pista de baile, le regaló esa sonrisa reconfortante del mutuo acuerdo y entonces supo que no se habría de quitar de ahí en toda la noche y quizá ni en la vida entera, ni para bailar.


García Márquez.


L

A mitad del camino de mi vida,
de alguna insidiosa suerte enredada,
vagaba entre paz o cobarde huída.

Ah, sería mi pena menos si nada
de esta oficina esperara inocente.
Mas la soledad me aflige amparada

en esa esperanza siempre presente
de encontrar una dama, que abrasaba
mi pecho al andar remiso y sonriente.

Y como aquel que solo fisgoneaba
y al verse descubierto, finge olvido,
así le vi hermosa, pues no esperaba

mujer tal me hablara si hubiese sido
mi fortuna la de siempre: tan firme
que he de morir solo y en el olvido.

A punto estuve de asustadizo irme,
pues la alegría me era un bien prestado,
cuando ella me detuvo al así asirme:

“¿Adónde vas, gentil hombre? Azorado.
Sólo una paleta pedí orgullosa
y me cuita verte harto y alejado.

¿Es que me miras como a cualquier cosa
y tu fe al cielo oculta mi valía?”
Y como el hambriento halla dolorosa

tanta comida asaz de la sequía,
así mi corazón no pudo exhalar,
lleno, una razón en tanta alegría.

Al fin le dije: “Ruego a mal no tomar
mi silencio grosero, pues le juro,
es de origen puro y jamás fue vulgar,

que viniendo del habla que procuro,
que Dante me confía, hartas sonrisas
vería y no este descuidado apuro”.

De pronto, como flor que esparce tizas
en un color henchido de tinturas
y encantado en el recuerdo le irisas

y en mil colores extras le figuras
pues fundióse amor con reminiscencia,
de evocarme ahora recitó dulzuras:

“Aún de callar por siempre tu presencia,
aún así mi sonrisa te daría,
que halaga más silencio de inocencia

que amores hartos de falsa poesía.
Di que eres mi amigo, si esto te place,
que no dudo jamás de tu hidalguía”.

“Eneas; seré Horacio –dije-, aún pase
lo que pase. Y que nuestras raleas
duren lo que el tiempo hasta la otra fase”.

“Jamás conocí al grandísimo Eneas,
ni del Horacio pude besar la faz
-dijo-, Luis serás siempre si deseas”.

Y así, apuró el paso y le seguí detrás,
sintiendo nuevas pasiones por ella.
Abriéndose a mi paso un amor capaz
de mover al sol y demás estrellas.

Dante.


Y

I
Posada inmóvil en la explanada del aserradero, Carmen esperaba la hora de salida con los ojos clavados en el vaivén brusco y omnipotente de los troncos de roble de los alrededores de San Juan arrastrándose por las canaletas llenas de agua y aserrín. Sintiendo las chispas de esa mezcla rozar su piel y tallarla quebradiza contra el sol. Ya no le temía al bramido, ya no despertaba con la pesadilla de un pino fuera de control, muy a pesar de que era su padre el que había perdido dos dedos antes tratando de salvar a uno de sus hermanos. Pensaba que era la única vez que algo se había atrevido a lastimarlo. Pensaba que nada la lastimaría a ella.
Ya antes había deseado hacerles frente, salir de la ratonera, sobre los troncos, el bosque, bañada en la represa a la que se escapaba todos los fines de semana sin permiso, saltando del risco más alto cada vez.
Un día, cuando sea grande, podré marcharme en ese viejo tronco con el que no ha podido la familia. Eso les enseñará.
Esperaba el silbato con un paquete pegado al pecho. Una vieja caja azul amarrado con una delgada gaza mugrienta de tanto uso. Pensando en que desde la muerte de su madre no había tenido esperanza de otro amor. <<’Si los que te quieren duelen, entonces querer es una porquería’>>, le decía a sus hermanos. Amándolos en ese acuerdo mutuo de jamás tener que decirlo.
Un pitido agudo, seco y lacerante cruzó el espacio entre la torre y la explanada en apenas un par de segundos. Carmen se ajustó el overol, se subió a la silleta movible que tanto le gustaba, se pegó al pecho su tesoro, y salió disparada hasta la planicie, mucho más allá, más abajo, donde se ahondaba la cuesta por mucho tiempo antes de subir.
Tengo que verle.
Tenía apenas doce años cuando empezó a trabajar ahí por voluntad propia. Porque faltaba la comida. Porque necesitaba el dinero. Ahorraba más de lo que comía y cuando apretaba el hambre, podía zamparse cuatro o cinco lombrices de esa tierra fértil y húmeda del abrevadero antes de vomitar la tierra por el cobertizo de los caballos que ahora faltaban. No se limpiaba la boca y con los labios quemados de tantos jugos y sol, observaba a su padre rechinar los dientes y ajustarse el cinturón a través de la ventana del patio. Siempre se ajustaba ese viejo cuerdo de vaca con el que había azotado a seis hijos y tres primos que alguna vez tuvieron que pasar el verano ahí. Se sujetaba el cuero al cuero curtido de las costillas y se sentaba a comer la cecina que secaba en los tendederos de la finca. Esos pedazos de moscas, de piel seca, de mierda. Carmen había cambiado en varias ocasiones la cecina de su padre por la carne muerta de una rata de campo y nadie habría notado los festines que se daba con Virgil, Sebastian y Mary, sino hasta que Tony la vio.
<<’Un día te va a matar padre’>>.
<<’Un día, pero nadie va a llorar, ¿verdad? No como tú cuando te pega’>>.
Carmen no confiaba en Tony o Damon desde mucho antes. Desde que los veía convertirse en la viva imagen de padre. Igual de testarudos y reacios. Reacios a vivir siquiera. No desde que él la acusó de lanzar una de esas ratas al abrevadero por lo cual no tardaron en morirse las dos mulas y el caballo. Sea lo que haya sido, no fue una rata de campo lo que los mató, pensaba Carmen. Fue tanto rencor.


II

-Suelta el paquete –le dijo Carson Etenville a Carmen varias veces al verla partir con las manos ocupadas en terrenos peligrosos– Te vas a matar, y más vale que te mueras fuera de mi propiedad si eso es lo que buscas-.
Ella sonreía siempre y luego se perdía en la distancia como alma que lleva el diablo. En realidad el señor Etenville entendía bien a Carmen. Él había venido de las mismas tierras agrestes de su familia. Si uno se queda mucho tiempo se seca y no crecen ya las flores en su pecho. Por eso Padre, Tony y Damon no tenían ya corazón. Lo dejaron enraizado en azahares y espinas muchos años antes de que la Madame muriera ensillada en el caballo. <<’Una tragedia, una verdadera tragedia. Hombres tozudos nunca fueron buen abrazo’>>, dijo Carson exhalando el cansancio de la tarde. <<’Hasta mañana, Carmen’>>, gritó, pero Carmen ya era un punto en el horizonte, el cual sólo podía imaginar abrazada a ese paquete como a su vida.
<<’Pobre muchacha’>>.

III

Tony

-Maldita seas, Carmen –dije- si te pedí los tres pesos era porque los necesitaba. Sabes bien que nunca te he pedido nada y preferiría me escupieras en la cara tus lombrices antes que pedirte algo. Pero los necesitaba. Esta vez sí los necesitaba. Ahora todos pagaremos las consecuencias por tu egoísmo.
Es una mocosa malcriada. Con la misma pompa con la que nació y murió inútilmente su madre. Me hierve la sangre nomás de verla sonriente y retozona, como si no le debiera nada al mundo. Sí, nació con la misma necedad de padre, pero sin su trabajo, sin sus ganas de servir y sobrevivir a estas tierras. Te juro que si no viene Damon antes de que le pierda la paciencia… Te juro…

Virgil

Amo a mi hermana, a los tres, pero Carmen es demasiado respondona, demasiado mula. Si un día padre tiene ganas de agarrarla a cintarazos, es conmigo y con Sebastian con quien se desquita. Amo mucho a mi hermana, pero ese cinto de cuero me da pesadillas y no sé cuánto más lo pueda soportar. Si tan sólo estuviera Madame. Ella sabría bien qué hacer con Carmen, porque lo que es yo… yo mejor me quedo bajo el zaguán antes de que lleguen los gritos hasta la casa.

Sebastian

<<’¿Dónde está Damon? Dicen que fue al pueblo a hacerse de un préstamo, pero yo más bien creo que está cansado de Carmen y de padre y de Tony y de todos. No me extrañaría que huyera con ese dinero y no lo volviéramos a ver jamás. Por eso hablaba de la yegua. Que si la yegua estaba mal. Que si qué tan mal estaba. Que si cuánto costaba una nueva. Damon no va a volver. No va a volver nunca y si Carmen se queda mucho tiempo a solas con Tony se va a armar un alboroto del que no nos vamos a librar.
Virgil tiene miedo. Sé que tiene miedo pero lo oculta con explicaciones. Queriendo calmarnos. Él no es malo, pero a veces tiene que pelearse con Carmen para evitarle problemas y de paso a nosotros. Si no fuera tan terca. Él es buen hermano pero ya no aguanta más. A veces quisiera ser yo el que se interpone a los cintarazos pero siempre me lleva la ventaja. Siempre fue más fuerte que yo aún si dicen que somos gemelos.
<<’Virgil nos cuidará, Mary’>>.
Mary nomás me mira chupándose el dedo y aferrada a esa muñeca que tanto le gusta. Me he ofrecido a lavársela pero no quiere. Allá ella con sus cosas. Quizá está empezando a comer tierra como Carmen, pero ella se la echa poco a poco en la boca con ese muñeco. Quién sabe. Aún no la he visto vomitar.

Mary

Sebastian y yo estamos escondidos. Virgil está un poco más allá. Él es mi hermano. Todos somos hermanos. Aunque a veces Carmen no quiera ser nuestra hermana. Aunque a veces diga que tampoco sea la hermana de Damon o de Tony. Yo quisiera que Carmen fuera mi hermana. Ella tiene un vestido muy bonito.

Virgil

Maldita sea, allá vienen.

IV


Tony jalaba de un brazo a Carmen, lo apretaba con una muina infernal, dejándolo sin sangre, mientras ella se aferraba al paquete que llevaba en el pecho. Con cada estirón de ella la caja se reducía y se retorcía, se hacía más pequeña, asemejando el corazón apretujado con el que Carmen aún chillaba y pataleaba.
-¡Es mío, Tony! –gritaba Carmen- ¡Es un regalo! ¡No me gasté el dinero!
-Mientes –le dijo él -. ¿Acaso me crees tan tonto como para no saber que te has gastado quién sabe cuánto en otro vestido?
-No, te lo juro –gritaba Carmen-, no me he gastado un peso en esto. ¡Es un regalo!
-Ven acá… ahorita mismo lo veremos con Padre –dijo Tony.
Padre se encontraba en la cocina, desde ahí veía el rostro torcido de Carmen al sujetarse al enorme brazo de Tony. Era por lo menos dos veces el tamaño de ella y aún así, la arrastraba a duras penas dentro de la casa. Padre acariciaba el cuero de vaca con un ligero a sabor a peltre en los labios. Dejó la taza tibia sobre la mesa y metió un palillo de dientes en su lugar. Lo saboreaba.
<<’Buena madera. Si tan sólo estos chiquillos supieran lo que nos cuesta. Todo es un juego para ellos. Todo. Yo les enseñaré’>>.

Tony y Carmen llegaron por fin al patio. Padre aún veía por la ventana con los ojos poseídos. Como percibiendo una imagen conocida de mucho tiempo vista desde un ángulo diferente, tratando de reconocer si los nuevos detalles siempre estuvieron ahí.
Salió de la casa tranquilamente. Frío como uno de esos troncos inertes.
-Se ha gastado los tres pesos, Padre –dijo Tony.
-¡No es verdad! –gritó ella.
-¡Cállate! –dijo Tony.
Padre los vio a los dos a los ojos. La cara mugrosa de todo el día de Carmen le dio la impresión de que había estado llorando. No se inmutó. Volteó al cobertizo, vio a Mary, Sebastian y a Virgil más adelante, expectantes, y escupió un salivazo pardo al suelo en tono de amenaza. Más valía que se quedaran donde estaban.
-¿De dónde salió eso? –dijo Padre al fin.
-Es un regalo –dijo Carmen al tiempo que se soltaba del brazo de Tony.
-Hay dos opciones, Carmen, o lo robaste o lo compraste. Así que tú dime cuál fue. De igual manera, te llevarás una tunda que no olvidarás jamás.
Tony sonrió.
-Es un regalo, de verdad –dijo Carmen mientras empezaba a sucumbir al odio. Apretaba los dientes y respiraba fuerte, como toro de lidia a punto de atacar. Sin soltar aún la caja que palpitaba con un secreto que no valía nada para ellos que para ella podía significar lo que una vida de tundas.
-Esto te va a doler- dijo Padre.
Luego se acercó a ella sin asomos de compasión, desamarrándose el cuero de la cintura, mientras Virgil se le echaba encima y Tony lo hacía a un lado sin esfuerzo. Virgil gritaba y lloraba y Carmen se quedó quieta en su lugar, sonriente, con esa mirada dulce que sabía regalar de vez en cuando. Sebastian había llevado a Mary a jugar lejos de ahí. Entonando una canción.
<<’Ya verán que vale la pena’>>, dijo Carmen casi para sí misma ante la mirada atónita de Virgil. <<’He conocido a alguien. Ya lo verán’>>.

III

Madame

Era apenas una niña cuando conocí a Aspen y aún siendo tan pequeña ya mandaba en mi propia finca. Nunca antes había conocido el amor. Siempre supuse que es porque el hombre es cobarde de nacimiento y no se atrevería a meterse en una vida donde no fuera necesitado. Y no fue amor al verlo, esa cara hosca y firme me enamoró de la idea de que pudiera tener a alguien en quien confiar los deberes de la casa sin tener que preocuparme por la crianza de mis hijos. Porque mis hijos serían mis hijos y de nadie más. Entonces cedí a este acuerdo. No tardé en darme cuenta del error. Al nacer Damon, Aspen se apoderó de él, como si siempre hubiera sido suyo; como si hubiese existido siempre. Lo llevaba apenas de meses al aserradero y pasaban horas en las que él hablaba de todo el funcionamiento de los canales y las sierras, y Damon, babeando, lo veía atento, con los mismos ojos azules fijos en la nada, como si nada más importara que esas palabras. Después vino Tony y lo di por perdido desde el primer día pues mis fuerzas ya eran menos. Habrían de crecer en esa forma huraña y humillante que tenía Aspen de ver la vida. Supe que iba a morir joven, pero no sin antes dar a luz a mi hija. Yo quería a mi hija. Entonces nació Carmen. El gesto asesino con el que Aspen la desconoció por ser niña me reveló que entonces sería mía y de nadie más, por eso me apuré con los gemelos: Sebastian y Virgil. Uno más parecido a mí, otro más a su padre, pero no renegué. Su esperanza de criar hijos se había terminado con Tony así que me los dejó para siempre. Mary fue sólo aferrarme a la vida que ya se escapaba de a poco. Me angustiaba el no poder criarlas una vez que muriera, así que tomé a Carmen como alumna y la enseñé a vivir. Fue muy duro para ella, yo lo sé, pero era la única esperanza que tenía de seguir al lado de mis criaturas desde el más allá. Sebastian, Virgil y Mary apenas si entendían que pasaba cuando llegaba por las noches a platicar con Carmen de la vida, hasta que oía los pasos de mi esposo acercarse y me iba a acostar, o cuando muy temprano en la mañana en que la enseñaba a escoger huevos frescos para las tartas que vendía y a ordeñar a las vacas para la harina y el café con leche. La hice trabajar en la finca muy joven para que jamás necesitara de sus padres ni de sus hermanos, esos injuriosos desalmados, y Carmen rendida y desconcertada, sólo lloraba y extrañaba su cama a rabiar. Me dolía el alma de hacerle vivir esto, pero sabía que era por su bien. Así pasó un año, dos, hasta que no pude moverme de la cama. Ese cumpleaños sabía que había escogido el regalo perfecto. Lo guardé entre holandas de seda, lo amarré bien, le hice una caja más pequeña de la caja de mi vestido de novia, rasgué mi vestido de seda sólo un poco y se lo amarré como un listón alrededor. Esa noche le pedí que fuera a verme y algo cansada y desilusionada porque no tuvo ningún festejo, llegó a la puerta. Le pedí que entrara y saqué el regalo que le tenía guardado. Sus enormes ojos redondos y oscuros se salieron de órbita y entusiasmada me rogó porque le dijera qué era. Le dije que lo abriera. <<’Es una camisa de príncipe’>>, gritó emocionada. Admiraba su corte, sus brillos y su color rosado a la sombra del quinqué. Notó que era mucho más grande que ella. <<’¿Pero para quién es? Virgil y Sebastian aún son muy pequeños’>>, me dijo. <<’Ya sabrás, cuando llegue su debido tiempo, Carmen’>>, le dije con el corazón en la mano pues ésta podría ser mi última enseñanza. <<’Escúchame bien, hija; de ahora en adelante, la única lección que debes practicar a diario será la de aprender a soñar’>>.


Faulkner.

martes, 29 de junio de 2010

Ola criminal 2

A mí me pasó algo parecido:

Iba caminando hacia mi carro cuando de pronto se me emparejó un vocho, de esos viejitos. Salió de él un sonido chillón, una especie de corneta y al voltear por la impresión, vi que me llamaban y me hacían señas para que me detuviera. No hice caso, pues no los reconocí, y seguí mi camino impasible. Aún así, noté que se veían muy blancos todos los que iban adentro y sin alcanzar a contarlos, supe que eran varios. Llevaban los cabellos alborotados, como si hubiesen andado con las ventanillas abiertas a toda velocidad. Acto seguido, aceleraron y se me atravesaron al paso para entonces abrir la puerta y empezar a bajar.

El primero en descender era grandote, traía pantalones azul y plateado; era una especie de overol, con camisa blanca debajo, y en la mano cargaba una especie de cachiporra. El sujeto me hizo una mueca que no supe distinguir si era amigable o amenazadora. Después, uno de los que venía atrás quiso bajar también, pero supongo que la puerta del otro lado no servía, porque el copiloto quiso bajarse al mismo tiempo y al salir chocaron las cabezas, a lo cual uno se sobó con verdadera angustia, pero al no ver sangre, no me alarmé. Entonces, siendo amables, los dos se ofrecieron el paso, el cual gustosamente aceptaron ambos, haciendo un segundo intento por salir, y golpeando de nuevo sus cabezas en otro gesto de dolor. El que se había bajado primero, algo impaciente, tomó la cachiporra y se la azotó en la cabeza al que ya se sobaba por el golpe. Por fin salieron los dos, también vestidos de manera extravagante. Uno de amarillo, con camisa de rayas, como de mimo, y otro traía lo que parecía más bien la ropa de un pintor de brocha gorda. Toda manchada de mil colores. Después, no lo había notado, otro chavo, mucho más chiquito que los otros se lanzó a la espalda de uno de los que estaban ya abajo, y al deslizarse hasta el suelo, le bajó el pantalón dejándolo en calzones, unos muy graciosos, por cierto; éste se agachó para recoger sus pantalones en el suelo, pero se golpeó de nuevo, esta vez con la puerta del vocho, que estaba abierta, a lo cual volteó con furia con el más chaparrito de todos y amenazó con darle un manotazo; el chaparrito corrió por entre sus piernas dando un salto, entre sus calzones y el pantalón, y el grande perdió el equilibrio y cayó de nalgas sobre el pavimento. A estas alturas ya estaba yo asustado pues no sabía qué querían estos señores. Luego del mismo vocho salieron uno a uno, otros cinco sujetos, de piel pálida, tan pálida que tenían que pintarse los ojos, las cejas, la boca, para poder diferenciarlas de su rostro. Incluso la nariz estaba roja e inflamada, quizá por una reacción alérgica a la misma pintura. Uno a uno salieron, pero no sé por qué, el primero fue y abrió la puerta del otro costado, seguro para sacar un arma o algo así, y entró de nuevo en el carro, seguido por los otros cuatro, y sin yo esperármelo, salieron de nuevo por la puerta por la cual habían descendido antes, y así, siguieron este proceso durante un rato durante el cual, los cuatro sujetos que salieron primero los veían absortos. Entonces el primero que salió, con la cachiporra en la mano, fue dándoles un golpe a cada uno mientras salían, por lo cual, aturdidos, sólo atinaron a dar media vuelta y a subirse de nuevo al carro en el orden inverso al que habían descendido. El último de los cinco se asomó y el chaparrito les cerró la puerta con desdén, supongo que ya molesto porque no la habían cerrado en ninguna de sus múltiples subidas y bajadas. El de la cachiporra sujetó al chaparrito y lo aventó dentro a través de la ventana, y los otros dos, el de amarillo y el pintor, corrieron a subirse al auto por el otro costado, pero supongo yo que ya no cabían, pues al entrar y cerrar la puerta, el chaparrito salió disparado por la ventana, en brazos del de la cachiporra. El chaparrito al deslizarse de nuevo para abajo, bajó los pantalones del de la cachiporra, pero estos estaban sujetos por medio de unos tirantes, los cuales devolvieron a su lugar el pantalón y es por esto, que al tirar un golpe con la cachiporra el sujeto, el chaparrito quiso saltar por entre sus piernas, como había hecho antes con el otro, pero esta vez, se estrelló con el pantalón, que esta vez hizo un sonido metálico, como de sartén, a lo cual el de la cachiporra río a carcajadas mudas, para luego sacar un sartén de su pantalón y darle una nalgada con él al chaparrito y lanzándolo de nuevo dentro del carro por la ventana. El de la cachiporra volteó conmigo, otra vez con esa mueca que no supe si era amenazadora o amigable, se peinó sus rosados cabellos y se dispuso a abrirla puerta, sin saber que el chaparrito había descendido por el lado contrario y a hurtadillas llegando hasta colocarse justo detrás del de la cachiporra, así cuando éste, se preparaba para subirse, recibió un puntapié de parte del chaparrito que para esto, me había pedido que lo cargara en brazos para alcanzar el enorme trasero del de la cachiporra. El de la cachiporra cayó de bruces dentro del auto, el chaparrito saltó de mis brazos y sin que el otro lo viera, fue y se subió al auto por la puerta contraria. El de la cachiporra volteó muy molesto para conmigo y yo con cara de inocencia pura, sólo atiné a sonreír y encogerme en hombros. El de la cachiporra me miró ahora sí con una cara que pude interpretar como muy amenazadora, se peinó sus rosados cabellos y se subió al auto, cerró la puerta, y el chaparrito de nuevo salió disparado por la ventana contraria. El de la cachiporra encendió el auto, dio media vuelta y arrancó, con el chaparrito persiguiéndolos a toda velocidad. Cuadras adelante, el vocho se detuvo y se subió el chaparrín.

Hasta la fecha, no encuentro mi billetera.

Mucho, mucho cuidado.

Atte. Ugolino Marevi.

lunes, 28 de junio de 2010

Ola criminal 1

Sres. Ayer por la tarde aprox. 7:15 de estuve a punto de ser asaltado por unos delincuentes que se encontraban dentro del primer estacionamiento en un Tsuru color azul grisáceo oscuro con cristales polarizados, el cual se encontraba estacionado con cuatro individuos a bordo. Por fortuna al momento de bajarse uno de los tipos para ir hacia mi apareció uno de los guardias, se regreso el tipo se subió de nuevo y continuaron la marcha a toda velocidad.

Atte. Gerardo Arredondo.

EL POR QUÉ DE LAS TRAGEDIAS GRIEGAS

-Oh, magnánimo Licio, el de los buenos ojos, hijo de Eptalión, el del ojo veloz, aquel que imberbe aún, peleó las más atroces de las guerras con un solo ojo, y que siendo arquero siempre fue más que los otros en tal arte aún a pesar de confundir en su mirada las distancias mas no en su temple de cobre y cuero, quien mató a la Élgida, la más terrible de las bestias, con un solo tiro que acertó en una de sus bicéfalas carnosidades, y de Halicia, la de la H errabunda y mejillas sonrosadas, cuya belleza era sólo comparable con la de Afrodita, encarnación de la belleza, quien en un soplo le dio vida para en un resoplo referírsela pues al crecer Halicia, la de la H errabunda y mejillas sonrosadas, empezó a suscitar rumores de divinidad y así, cantos de sin igual hermosura y aún así, indignos de aquella deiforme apariencia de la que Halicia, la de la H errabunda y mejillas sonrosadas, gozaba pues, acrecentándole el verde de la cara a la mismísima Afrodita, encarnación de la belleza, que llorosa fue y posada a los pies del magnánimo Zeus, el que todo lo puede, rogara se le permitiera aconsejarle falsamente a Eptalión, el del ojo veloz, que dejara a Halicia, la de la H errabunda y mejillas sonrosadas, puesto tenía quereres con Ucísife, el de sandalias grandes, esto investida de Hécube, la reina virgen, a quien Eptalión, el del ojo veloz, tanto admiraba, así, provocando tu desgracia, Licio, el de los buenos ojos, creciendo con un padre dolido y una madre desterrada, oh, excelso amigo y compañero, ¿podrías, sí podrías hacerte a un lado? Que se acerca un carro…

Ehm…

¡Oh, aciago el día en que te perdí, oh, Licio, el de los buenos ojos, excelso amigo y compañero! ¡Sobrino de…

lunes, 14 de junio de 2010

Chispas 2010

Una lágrima en vilo besa
la paz de tu mejilla ignota.
Se embota, se tambalea,
por tu cadera cae una gota
y es derramar de belleza.

miércoles, 9 de junio de 2010

Baby Ruth's

Soñaba con el ruido, las ansias, el sentido entumido de pasión, el vocablo universal del aire poseyendo las tribunas en un sonido irregular y omnipotente, la cumbia, la salsa, el lancero, el son. Soñaba con la atmósfera inasible del primer momento, el único, el relato corto de nuestras vidas… Somebody better put you back into your place… sing it… we will, we will rock you… El fingido desdén del héroe sentado entre sus fieles, sus aprendices, el deber del Prometo, el fatal sino del Ícaro, la lucha, el poder, el dolor de ser sometido, un tarareo, el mambo, la nostalgia del doo wop, el bebop, el rock, una sonata de gargantas hiladas por el titiritero de nuestras verdades únicas y compartidas, la banda, el mariachi, las cornetas y sus semi-melodías, sus semi-valentías, las porras, el entusiasmo desbordado del acierto, el pudor incierto del desatino, los ah’s, los oh’s, los bravos, let’s go, Atta boy, el ruido sinfónico, el ruido daltónico, de tres colores, azul, rojo, blanco… Pretty woman, walking down the street… Arremángala, arrempújala… el esdrújulo, el bicéfalo, el ying, el yang, ganar o perder, la historia resumida en dos palabras, la filosofía universal en dos palabras… en una… Soñaba con ella: La de sonrisa inerme y ganas de batear, la gorra que estorba, el guante que va y se desmaya a los costados si te descuidas, la que batea al revés, la que se queja, la que brinca de emoción, la que lleva porra, la que siente sola, la que maldice a los ocho vientos … la que corre y se cae en levante… la que se esconde en cierzo… la que pide a Dios por mistral… la que se arrodilla ante simún… la que cacha con el pecho en el monzón… la que cuenta sus moretes en el ábrego… la que olvidó a siroco… el que olvidé yo… la banca y su corazón, la sístole, la diástole, el empujón, la vuelta a casa después de esa batalla de tres golpes, tres estocadas, tres más y tres más y tres más… Me dicen la baby ruth me están buscando… en la caja de bat las estoy esperando… la fe ciega de la porra, su religión, su iglesia, su templo, su pecado original: haber nacido Baby… lo insípido de lo sencillo, lo banal, lo pequeño, el manjar de lo harto difícil, lo complicado, lo imposible… Pipiripiripí… El absurdo del error, la comedia de Benny Hill, la persecución de Khachaturian, el sable, y luego las risas, siempre las risas, abarcándolo todo hasta el derecho, el central, el izquierdo, el diamante de la mujer, la reina del campo, la princesa del cuento de hadas, la mujer de mi sueño, el despertar… la vuelta a casa.

Soñaba este mundo era de los buenos, de los puro corazón y al final del cuento, el malo quedaba bañado en lodo y pasteles de crema. Soñaba que las lágrimas y los raspones se iban con un beso de mamá y que a las niñas hermosas y traviesas, sólo las regañan y las mandan a su cuarto cuando hacen mal; sólo para escapar por la ventana y al árbol de nuevo, a encontrar una aventura. Soñaba volvían a casa con la frente en alto después de la derrota y jugaban a vengarse en mil maneras la siguiente vez que se encontraran… desde Navolato vengo dicen… Un respiro hondo y a volver empezar… nada más por jugar.

miércoles, 2 de junio de 2010

Missing this

Estoy cansado. Alguna vez lo susurré en el oído de Karelina antes; después, apenas el murmullo de su boca, tratando de alejar mi vista de las alucinaciones de la mañana. Cuando sientes que está bien no despertar por una hora más e inventar cualquier excusa para no llegar; pero estoy muy cansado ya. Juego a que pierde la cabeza en el resplandor del espejo que sostiene entre sus dedos. Se lo arrebato y lo sabía. La envidia es uno de mi mayores placeres cuando es fabricada. Se disfruta más el juego entre las manos.
-¿Y si perdieras la cabeza correrías en círculos antes de caer en la oficina de Murillo?
-Ja ja, como gallina.
-La cabeza por él ya la perdiste. Que se quede con el resto.
-Muy chistoso.
El chisporroteo de esquirlas por el suelo veía su cabeza desparramarse en pedacitos por el suelo. La cara sorprendida de Karelina me hace decir inevitablemente:
-¿Qué? ¿Nunca habías visto un espejo quebrarse?
-Hey, tú- me dice Silvia-. ¿A eso vienes?
-Y a verte.
Me dirijo a Karelina:
-Está padre -viendo los pequeños diamantes por el suelo-. Se ve más bonito así, ¿no? Por un minuto, sentí que fue tu corazón el que fue y se metió bajo el lugar de Sergio en pedacitos.
No me dice nada.
Tengo mis ratos de lucidez. Cuando la mañana es vieja. Se evapora el sopor y se exhala en un vaivén de aburrimiento. Es entonces que me muevo en la silla como esperando todo mundo sepa lo que está por pasar. Como a veces cuando llega mi jefa y escudriña por los rincones para ver cómo se le da forma a la nada. No había notado que una gota de sangre había llegado a mi camisa. Hay que tener cuidado, la mañana es muy joven y el sopor se envuelve desde los tobillo. Podría tallarme los ojos y esas malditas esquirlas.
-No te preocupes, yo me encargo-. Le digo sin prisas.
Entonces vuelvo con un batallón de limpieza. Karelina no ha dicho una sola palabra. Sólo mueve la cabeza en tono de ironía, pero sé que no es eso. Más bien debe estar observando lo curioso de mi apuro por limpiar algo que no limpiaré yo. Mejor me voy, es tarde. Karelina no dirá una sola palabra.
-Bueno días. ¿Cómo estás?
Carmen es más segura en estos momentos. Entonces sí puedo hablar. Saco el dedo lastimado, se lo muestro y le digo en tonto auto condescendiente:
-Me corté.
-¿Fuiste tú?
Después, los aspavientos, interpreto mi parte y me siento a ver el resto. Me dejo abrazar. Recito sus palabras una tras otra, como si tuviese que aprenderlas para cuando las necesitara. Me tallo los ojos y apenas recuerdo lo que dije antes.
-Buenos días. ¿Cómo estás?
-Bien. Estábamos hablando de ti. ¿Verdad, Sol?
-¿Ah, sí? –le digo inevitablemente.
Sol nos presta atención por un segundo, lanza esa mirada de siempre y se va.
-Lo que le importó.
-Es que tengo trabajo- se escucha desde atrás de la mampara.
-¿Quién la necesita, no?
-Ja ja, grosero.
-Grosero sería decirle a su marido que me traiga una de esas muchachitas con foquito en la frente de la India. ¿Será para el control remoto?
-Ja ja, ponle uno a…
-¡Ya sé!
-Ja ja.
Vuelvo a mi lugar. La historia ha quedado para después. El monitor, la música, un correo. Sonrío. Mientras escribo noto quién está en su lugar. Son las diez y no recuerdo si falta alguien. Liz se ha peinado como me gusta. Aún así, ni siquiera recuerdo cuál era su cabello antes.
Alheida.
Respiro hondo. Podría no respirar jamás sólo por esa paz justo cuando te quedas sin aire. Respiro en un estertor y Héctor voltea a ver qué sucede. No dice nada. Ha pasado mucho tiempo desde que dijo algo y mucho más desde que lo escuché. “You’re in the arms of the angel, may you find some comfort here”. Siento un roce en mi espalda. Para cuando me quito los audífonos la charla ha terminado. Era Dulce. Sólo sonrío y asiento con la cabeza. Parece contenta. Dejo las cosas así. “Doesn’t mean much, doesn’t mean anything at all”.
Me hundo en mi lugar. Me pongo los audífonos y el mundo desaparece en el tarareo de mil canciones. Todos son sólo imágenes que no me preocupo en medir el tiempo que pasa en olvidar. Mi jefa, Heri, alguna conocida.
Alheida. Con que así luces hoy.
Quisiera fueran las cuatro ya. Las dos horas posteriores se van en un suspiro.

viernes, 14 de mayo de 2010

blahblah

¿Adónde vas, mujer?
Son andariego, que en tus pasos descalzos me fulminas.
Eres la prosa noctámbula,
carboncillo ensimismado de ondas fugaces
que en un trino de cristal níveo versa lo que me pecho disimula.
Que es tiempo de sequía,
que las nubes estivales del glaciar nimbado entre los cielos
se marchita pues se apagan hoy tus pasos; se apartan tus caminos.
Se alejan, agreste corcel de finas ataduras.
No has cambiado un instante y te sientes tan distinta.
Tan ida, tan perdida, con el suave estertor del olvido rondándote los pasos.
Y yo quedo aquí. Tan yo, tan mío.
Sitiado en mi epidermis.
Deseando ese azul tan de los cielos no transmute,
no se gaste tantas veces a un cetrino atardecer.
Yo silente, con el pecho acongojado de ecos y madreselvas viejas
apretadas al corazón. Enredadas en el alma.
Contando mis latidos en tus pasos,
secos, distantes, apagados,
hoy que te has ido.

Bécquer

Al andar, desconocidos, preguntaba:
¿Por qué al acercarme te alejas?
¿Por qué con el puño cerrado te recibo yo?

Al pasar de los años te has perdido y aún pregunto:
¿Será que te alejaba con mi gesto?
Si en este puño cerrado,
mi corazón te llevaba yo.

¿Se acuerdan?

Después de una hora bajo la llovizna los dientes empezaban a traquetear con el golpeteo de las gotas que alcanzaban la marquesina del cine.

Ya no esperábamos a nadie, sin embargo, la esperanza renacía en los faros del primer auto que semejara acercarse. Empezamos varios, pero los otros, los que han corrido con mejor suerte, se han ido yendo de uno en uno. Volteo a la derecha, Carmen, Karelina, luego a la izquierda; Alheida, Sol. Luego al suelo. El calor se me escapa del alma y lo tengo bien sujeto de las bolsas y pegadito al cuerpo, apretado, apenas amarrado de unas hebras. Entonces empiezo a recordar los días de verano cuando las gotas son de sudor y resbalan de mi frente y me quejo del calor. Cómo lo extraño ahora.

Atrás quedan unos cuantos. Una pareja, una familia con dos niños, el más chico duerme en brazos de la madre. Me ven con la misma sorpresa que ahora tenemos todos en la cara. Como si llover fuera cosa nueva. Y a veces lo es. Especialmente en esos meses donde sabemos que podría llover en cualquier momento y escogemos no esperarlo. Sonrío con la pequeñita detrás de mí y ella esconde sonrojada su cara detrás del brazo de su padre.

-Qué frío.
-Sí.

Nadie se mueve. El calor va y se fuga con la lluvia en el resuello de la coladera al final del pasillo.

Hace tiempo aprendí que en los días posteriores a mi cumpleaños siempre llueve. No sé cuándo, pero sé que siempre llega. Si tan solo les hubiese dicho.

-¿Calor o frío?
-Frío.
-Frío.
-Frío, definitivamente.
-¿De qué hablan?
-¿Qué prefieres, frío o calor?
-Ah, frío, definitivamente.
-Es más fácil de quitarse. El calor apenas con aire acondicionado.
-Quítatelo ahora.
-Chistosito.
-Ya tardaron mucho, ¿no?
-Sí, ¿se quedarían atascadas por las lluvias?
-Probablemente.

Las personas detrás empiezan a inquietarse. Ya es tarde y el pequeño ha despertado y ahora nos ve tímido desde los brazos de su padre. La niña le platica a su madre de por qué llueve. La pareja se nota despreocupada aún, susurrándose unas cuantas cosas al oído. Nosotros seguimos separados. Como si no estuviésemos dispuestos a prestar el poco calor que aún nos queda. Se escucha una sirena de ambulancia.

-¿Cómo hacen para llegar en este caos?
-Sí, es un show.
-Que manden a las de Baywatch.
-Ja ja.
-Mira tú.
-Se mueren de frío.
-Ya no aguanto.
-Ya te vi. Qué friolento eres.
-Creo que me mojé los pies. Voy a perder un cochinito.
-Nunca entendí.
-Larga historia.

El pequeño ahora quiere mojarse en la lluvia. Estira la mano para atrapar las gotas que caen y cuando una se estrella entre sus dedos, voltea sorprendido con la madre que lo ve con amor.

-Qué lindo.
-¿Quién?
-El niño, se alegró de haber atrapado una gotita.
-Je je, ternurita.
-Como para agarrarlo y aventarlo al charco; va a salir carcajeándose.
-El papá es el que te va a meter la cabeza en el charco si le sigues.
-Hola.

El niño nada más voltea con cierta desconfianza mientras sigue queriendo atrapar la lluvia. Todos tenemos prisa. Alheida quiere ir a ver a su sobrino que está en la ciudad. Sol quiere llegar a dormir. Carmen tiene reunión con la familia. Karelina, bueno, Karelina ya está mostrándole un juguete al niño que lo toma sólo después de recibir el permiso de su madre.

-¿Cómo se dice?
-Gracias.

La niña se inclina curiosa para ver qué sucede. Abre la boca en tono de expectación y se lleva una mano a la cara. No tiene frío y apenas si va cubierta para el invierno. Lleva el suéter con cierto desdén y s ele resbala por los tirantes del vestido que lleva. Su cabello largo me recuerda a alguien.

-También tengo algo para ti. Mira.

Karelina enciende una vara que asemeja esos listones que usan las gimnastas para sus rutinas. La niña maravillada con los colores sonríe tímida sin poder evitarlo. Entonces lo toma.

-Así es, mira –le explico al niño en el suelo-. Tomas esto de aquí, jalas y listo.

Vuelvo a ver esa cara de sorpresa que tenía cuando atrapó su primera gota de lluvia. Ahora todos observamos a los niños mientras juegan. Poco a poco empiezan a perder la timidez y se dejan guiar con las instrucciones encimadas en derredor.

-Yo nunca tuve uno de esos cuando era chiquito.
-Ni yo.
-Apenas si tuve un yoyo. Si lo hubiese lanzado y se le prendieran las luces me hubiera desmayado.
-Ja ja.
-Llego contándole a mi mamá y no me cree. En serio, mamá, vi unas luces y luego…
-Ja ja ja, veías ovnis.
-Ándale, el psicólogo al día siguiente para preguntarme sobre esas luces. Cuéntame todo lo que viste.
-Qué simples.

Carmen y Sol ya juegan con la niña. Alheida repara el juguete del niño, pues se descompuso. Karelina se acerca a ayudar justo en el momento en que está listo. Jalan, sueltan y todos sonríen al verlo pasar volando entre el agua. Se aleja un poco dentro de la lluvia y voy por él.

-¿Cómo te llamas?
-Miguel.
-Miguelito.
-No, Miguel.
-Ja ja, yo decía. Miguel.
-Síguele.
-Ya sé.
-¿Cómo te llamas tú?
-Daniela.
-Daniela. Mucho gusto, Daniela.
-¿Ella cómo se llama?
-Ella se llama Carmen; ella es Sol, ella es Alheida, ella es Karelina y yo soy Luis.
-Ah.

Ya nos acercamos. Estamos tan concentrados jugando, armando, platicando, que empezamos a sudar. La lluvia aún golpetea la marquesina del cine y no han llegado. La pareja se ha recargado en el muro y observan el juego. Los padres de los niños están atentos a todo lo que sucede y por un instante se quedan viendo el uno al otro sonrientes. Empiezan a susurrarse algunas cosas. Volteo y los niños se pasean entre brazos.

-Muy tímidos, ¿no?
-Sí, ya se ambientaron.
-Yo también.
-Vayan practicando.
-Tú.
-Yo también.

Miguel ya domina el juego y Daniela pretende ser una princesa, se arregla el cabello entre ademanes de niña. Empiezo a pensar en lo otros. Los que corrieron con mejor suerte. Sonrío.

Ha llegado la hora de irse. La llovizna no ha cesado pero en un intercambio de niños entre brazos, los padres nos desean buenas noches queriendo devolver los juguetes en vano. Entonces dicen gracias apenados. Luego se marchan agazapados entre las gotas. Daniela dice adiós con una sonrisa. Miguel se queda absorto en las gotas que se ven a contra luz por sobre la marquesina y estira el brazo para atrapar una. Cierra la mano en señal de adiós. “Adiós”, decimos a coro.

-Buenas noches, dice el papá, ¿no?
-Sí, es educado. ¿Qué tiene?
-¿Podría ser mejor?
-Je je.

Nos iluminan unos faros al fin cuando nos habíamos despojado de la esperanza. Se baja Katia con una sonrisa sorprendida. No sé si por la lluvia o en señal de disculpa.

-Hey, vámonos. ¿Qué tienen?
-Nada, ¿por qué?
-Qué risueños.
-Uno que es feliz.

La lluvia empieza a cesar, como si esperara nos fuéramos para despedirse. La pareja se ve a lo lejos, caminando entre charcos, con el agua hasta las pantorrillas. Aún se les ve despreocupados mientras se toman de la mano. Es hora de partir. Ya es tarde. Es invierno y tengo calor. El frío va y se fuga con la lluvia en el resuello de la coladera al final del pasillo.

-Ya sé, podría no estar lloviendo.
-Si no estuviese lloviendo no nos habríamos quedado ahí…
-Ja ja, ya sé. Es broma.
-Ya sé.

jueves, 6 de mayo de 2010

Buck Mulligan

Rimbombante Alheida posó su zapato nuevo sobre un junco al lado de la puerta principal. En un gesto digno aventó el cabello laxo y negro sobrante de su rostro e inclinando la cabeza al suelo sonrió al lustre de su nueva adquisición, mientras el brillo de sus ojos y la aurora nacarada peleaban impíos ese momento como si fuera el último. Henchida de orgullo y con el aplomo nuevo de las nuevas reinas se posó a sí misma lista para dar un discurso.
-¿Has visto qué zapatos? –gritó aún sola pero con la certeza de que alguien más abría de llenar esa pausa solemne. Se irguió sobre toda su estatura, su ascendencia noble era aquella de los dioses nórdicos e irónicamente entre aquellos hielos les sobraba mucho barro para moldear, fastuosa en esta ocasión, con los trazos de un artista. Respiró hondo y en una rápida búsqueda entre los pasantes reconoció a la joven Orlán que presurosa corría a cubrir su puesto de fiel compañera.
-¿Qué zapatos? –dijo ésta, encorvada y tomada de las enaguas para alcanzar el espacio entre el nártex de la iglesia y el pasillo. En su mueca pensativa se delineaban unos pómulos severos, contorneados por unas arrugas finas, como fino era el verde de sus ojos. Un retrato cómico y amarillento definía su expresión. Era del mismo temple que Alheida pero el peso que llevaba sobre sus hombros la condenaba a voltear siempre desde abajo, como pidiendo clemencia.
-Qué zapatos, ja. No cambias, Orlán. O’er, Ordamn. Qué nombre de hombre te ha dado tu madre; y encima vienes hecha un harapo andante. ¿Quién te llamaría a ti aún sabiendo quién te dices? Yo por eso, briboncilla, te llamo mi hermana. Qué zapatos, dice. Velos tú y dime si te reconoces en tal fulgor.
-Oh, sí, los zapatos.
-¡Pero qué zapatos! –dijo Alheida oronda, luego regaló un ademán de reverencia a la punta plateada de sus zapatillas de tacón de aguja, saludó con lisonja a Orlán, al junco, al sol y las montañas y empezó un baile socarrón con una viejecita que venía al paso-. Y así, mi querida amiga, bailaremos hasta que no hubiese suelo más bajo nosotros qué pisar –se detuvo pensativa con la mano por jubón, sujetándose el pecho como habiendo olvidado algo.
-¿Qué piensa, señorita? –dijo Orlán.
-Naderías, Orla. Es momento de festejar y me apuran más las ansias de vestirlos.
-Sus zapatos.
-Pero qué zapatos. Parecieran hechos del mismísimo escudo de Perseo.
-Sus zapatos.
-Y qué zapatos, podría morir y revivir en ellos, te lo digo ahora. ¿Has sabido de Adrie últimamente? –dijo sosteniendo su vestido por los holanes con los zapatos en las manos, danzando divertida mientras murmuraba viejas canciones escocesas, agitando los brazos casi en desorden, con el ceño de aquella vieja que las cantaba todas las mañanas por su ventana; atravesándose al paso por todo el patio central.
-Sólo que está en cama con dolor de cabeza –dijo Orlán.
-Y hasta ahora me lo dices –agregó Alheida severamente-. Vente, vamos a llevarle la fiesta que le veo mucha y faltaría una más para poder tomarla entre manos.
-Señorita.
-Ven, Orla, que el señor, todo el nuestro, nos ha prestado un soplo apenas y se me va la vida en naderías.
-Señorita.
-Que te dejo, O’er, que te dejo, Holán, que te dejo –dijo perdiéndose a la vista mucho antes de que sus cánticos cedieran a los tumultos viejos, bastante más viejos que ella.
-¡Señorita, sus zapatos¡ -gritó Orlán angustiada.
-The taen she drank her hose and shoon… ¡Pero qué zapatos!

lunes, 3 de mayo de 2010

Si pudiera

Si pudiera hablar de cualquier cosa;
si mi voz pudiera alcanzar a tu sol por las mañanas
y te supieras tan libre como cuando mis palabras no te tocan,
-si pudieras percibir en el aire si mis palabras no te tocan-
y no huyeras completa al verme invadir tu espacio.
Si como el tiempo, que abandona al espacio de todo sentimiento, no te fueras,
y detrás quedara tu inocencia -la virtud,
siempre tan fecunda de nuevas sensaciones-,
que no es otra cosa sino tú misma;
yo sería aquel que te llama siempre,
aquel que te nombra la coautora de los días,
de estos días de los dos.

No sé de un mejor hola que aquel que se te escapa a la mirada;
no sé de otra mirada para vivir embelesado al yugo,
anárquico, acérrimo,
la voz callada y voluntariosa que nace de tus ojos,
por la cual el hombre
-este hombre-
anega mares de palabras que mueren antes de cualquier pensamiento previo.
Por la cual guardo silencio mientras como un címbalo resguardado
espero que los sonidos -el tuyo, el mío-,
se entrelacen libremente aniquilando al ruido indigno,
en un saludo que ha nacido mucho antes de entre las almas.
El principio mismo de la pasión por la que muero.
Un hola antes que un adiós.

No sé vivir en la duda.
Si vivo es por un sonido; si muero es por saber de ti.
Existir es nunca dejar de sentir.

Ugolino Marevi
L.C.

lunes, 5 de abril de 2010

5 de Abril de 2010

Tiene novio desde el 1ro.

Podría morir un día como hoy.

A.

jueves, 25 de marzo de 2010

A

Muchas veces tuve esa fantasía: Un cuarto semioscuro, una figura recostada en la cama, una canción de “Doo wop”. Las sombras se funden con el estampado del muro y una, curiosa, va y recorre su brazo hasta llegar al buró y perderse entre la sombra de un libro y la lámpara.
Aquí hace frío; siempre llueve en enero; un pequeño destello de agua se posa en mi nariz un instante antes de saltar al vacío con apenas peso; como impelida por un espíritu guerrero que le hace inmortal con cada “plop” en el suelo; tarde o temprano siempre llueve. El eco de las casas adormiladas me sigue en un juego de sonido sólido. Tacón, punta, tacón. Entonces pienso en Poe y sus historias de terror. Nunca pude resistir el inconfundiblemente sofisticado sonido del paso educado y elocuente. Un gato negro atraviesa mi ensueño. La gabardina se viste de cientos de gotas seminales y el silbido místico del viento me retrae de nuevo a mis historias; una en un lugar común: Las paredes son rojas, rojas manchadas de hueso. Asemejan un arreglo de coronas dispuestas infinitamente en la habitación iluminada por ese enorme candelabro central. En la penumbra el cuarto entero se viste de vino y la lámpara de la mesita sigue encendida. En lo alto de los muros se aprecian los dinteles y las gárgolas que rematan su estilo abigarrado. A pesar de su espaciosa frescura se siente su calor en el umbral de la puerta; como el calor de la cercanía de los cuerpos; tenue y sensible. Me detengo un momento a imaginar el cuadro: Un poco de contraste aquí, un poco de luz allá, su brazo estirado; pareciera que ha dormido así por siglos y es que la extraño.
Sigo a mi izquierda en la cuchilla y me sumerjo en una realidad alterna, más oscura y de ruidos amortiguados por las ramas de los árboles que nacen desde las aceras y se abrazan en lo alto de la calle formando un capullo de irrealidad. Me siento renacido. La metamorfosis. Esa fresca verja que cubre por completo la callejuela por la que ahora camino. De súbito el eco me ha dejado solo, intentando entrar por entre las hojas tupidas de color. “Está dormida”, susurro. Un ave suelta un quejido por la sorpresa de mi voz y canta en reflejo. Meto mi mano en el bolsillo y busco las llaves. Su dulce tintineo me hace recordar la charola plateada de esas tardes de serenidad. Siempre le encantaron las galletas de mantequilla; a mí me fascinaba prepararle el café. Tomo su taza favorita y cualquiera para mí. Nunca me gustó tan dulce pero hoy la tomaré como ella: Un poco más de azúcar y la crema. Cómo explicar tal deleite, tal aroma en el ambiente. Respiro hondo y es tierra mojada. Aquí hace frío y la luz del farol tirita entre claroscuros de una noche húmeda; tímida a mi pasar. A medida que salgo del túnel empiezo a recordar la lluvia.
Suelto la última galleta en un trinar disparejo. Aquí no se escuchan mis pisadas. Aquí siempre me escapo descalzo hasta la cocina justo como un pensamiento excitado por las ansias. Entro sigilosamente en la habitación y dejo las cosas en la mesita. No mueve un dedo. Tomo uno de los libros amontonados y comienzo a leer. Por entre mis lentes se hace omnipresente su figura plateada y difuminada. El cabello le cubre el rostro y apenas si alcanzo a distinguir su gesto apacible. Dibujo su rostro en mi mente con los crayones de la cómoda. Entonces me atrevo a dibujar sus sueños. Siempre dijo cuánto deseaba viajar por el mundo y conocer algún lugar de fantasía y al llegar las vacaciones siempre decidió quedarse. Haríamos cualquier cosa que se nos viniera a la mente. Y empiezo a dibujar: La Torre Eiffel, las pirámides, Florencia, Roma, el Big Ben. Apenas si volteo a verles. Prefiero quedarme en su mirada. Prefiero ver su cabello laxo, largo, negro, caer sobre sus hombros y esa sonrisa después de que he dicho algo por cualquier café. Podría vivir perdido en su mirada justo antes del “qué” que me lanza cada vez que me olvido de hablar. Invariablemente empiezo a trazar su figura recostada entre las sábanas. Poco a poco ya no son sólo las sombras las que se funden con el estampado; su cabellera entre el clóset, sus manos sobre el perla de sus ropas, sus piernas que vienen y se enredan a mi alrededor mientras les dibujo un beso a todo lo largo para recordarle que son mías desde aquella primera vez en que la vi. Y me pregunto qué historias dibujaría en mi lugar. Sigo leyendo.
Me aproximo a casa. La lluvia ha cedido ante el sopor de la noche. Un vaho de neblina se levanta por sobre el río a la distancia en una metáfora desgastada del olvido. El croar de las ranas me llega sincrónico mientras el perro del vecino me ladra en señal de reconocimiento antes de seguir durmiendo. Volteo a mi izquierda y recorro el camino en mi mente una vez más, siempre igual, por las tantas veces que he vivido este momento y las miles más que podría hacerlo.
Ahora se mueve como si hubiese recordado algo. Aprieta los ojos aún cerrados mientras con el brazo lleva la almohada por debajo de su cabello hasta su oreja. Percibo que su respiración se apresura. Un suspiro profundo. Coloco el libro sobre la mesa. El tic-tac del reloj se detiene en vilo antes de quedarme a solas a disfrutar este momento. La música se escurre desde la sala por el suelo hasta las cobijas. Entonces un cosquilleo le llama. Abre los ojos y por un instante debe recordar dónde está. Me mira fijamente.
-Hola.
-Hola.
-Me quedé dormida.
-Lo sé.
Sonríe. Se quita el cabello del rostro mientras hunde su cabeza en la almohada.
-Preparé el café.
-¿Sí?
Sonríe de nuevo, después, la nada de nuestras miradas. Sé que el fino cristal del silencio vibrará inevitablemente deleznable por ese “qué” en el aire.
Meto la llave en la chapa y echo un último vistazo a la calle vacía; quizá mañana, quizá mañana le invite un café.



Alheida.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Hoy le hablé

Parece que no está interesada.

Se siente como que nadie nunca lo está.