jueves, 25 de marzo de 2010

A

Muchas veces tuve esa fantasía: Un cuarto semioscuro, una figura recostada en la cama, una canción de “Doo wop”. Las sombras se funden con el estampado del muro y una, curiosa, va y recorre su brazo hasta llegar al buró y perderse entre la sombra de un libro y la lámpara.
Aquí hace frío; siempre llueve en enero; un pequeño destello de agua se posa en mi nariz un instante antes de saltar al vacío con apenas peso; como impelida por un espíritu guerrero que le hace inmortal con cada “plop” en el suelo; tarde o temprano siempre llueve. El eco de las casas adormiladas me sigue en un juego de sonido sólido. Tacón, punta, tacón. Entonces pienso en Poe y sus historias de terror. Nunca pude resistir el inconfundiblemente sofisticado sonido del paso educado y elocuente. Un gato negro atraviesa mi ensueño. La gabardina se viste de cientos de gotas seminales y el silbido místico del viento me retrae de nuevo a mis historias; una en un lugar común: Las paredes son rojas, rojas manchadas de hueso. Asemejan un arreglo de coronas dispuestas infinitamente en la habitación iluminada por ese enorme candelabro central. En la penumbra el cuarto entero se viste de vino y la lámpara de la mesita sigue encendida. En lo alto de los muros se aprecian los dinteles y las gárgolas que rematan su estilo abigarrado. A pesar de su espaciosa frescura se siente su calor en el umbral de la puerta; como el calor de la cercanía de los cuerpos; tenue y sensible. Me detengo un momento a imaginar el cuadro: Un poco de contraste aquí, un poco de luz allá, su brazo estirado; pareciera que ha dormido así por siglos y es que la extraño.
Sigo a mi izquierda en la cuchilla y me sumerjo en una realidad alterna, más oscura y de ruidos amortiguados por las ramas de los árboles que nacen desde las aceras y se abrazan en lo alto de la calle formando un capullo de irrealidad. Me siento renacido. La metamorfosis. Esa fresca verja que cubre por completo la callejuela por la que ahora camino. De súbito el eco me ha dejado solo, intentando entrar por entre las hojas tupidas de color. “Está dormida”, susurro. Un ave suelta un quejido por la sorpresa de mi voz y canta en reflejo. Meto mi mano en el bolsillo y busco las llaves. Su dulce tintineo me hace recordar la charola plateada de esas tardes de serenidad. Siempre le encantaron las galletas de mantequilla; a mí me fascinaba prepararle el café. Tomo su taza favorita y cualquiera para mí. Nunca me gustó tan dulce pero hoy la tomaré como ella: Un poco más de azúcar y la crema. Cómo explicar tal deleite, tal aroma en el ambiente. Respiro hondo y es tierra mojada. Aquí hace frío y la luz del farol tirita entre claroscuros de una noche húmeda; tímida a mi pasar. A medida que salgo del túnel empiezo a recordar la lluvia.
Suelto la última galleta en un trinar disparejo. Aquí no se escuchan mis pisadas. Aquí siempre me escapo descalzo hasta la cocina justo como un pensamiento excitado por las ansias. Entro sigilosamente en la habitación y dejo las cosas en la mesita. No mueve un dedo. Tomo uno de los libros amontonados y comienzo a leer. Por entre mis lentes se hace omnipresente su figura plateada y difuminada. El cabello le cubre el rostro y apenas si alcanzo a distinguir su gesto apacible. Dibujo su rostro en mi mente con los crayones de la cómoda. Entonces me atrevo a dibujar sus sueños. Siempre dijo cuánto deseaba viajar por el mundo y conocer algún lugar de fantasía y al llegar las vacaciones siempre decidió quedarse. Haríamos cualquier cosa que se nos viniera a la mente. Y empiezo a dibujar: La Torre Eiffel, las pirámides, Florencia, Roma, el Big Ben. Apenas si volteo a verles. Prefiero quedarme en su mirada. Prefiero ver su cabello laxo, largo, negro, caer sobre sus hombros y esa sonrisa después de que he dicho algo por cualquier café. Podría vivir perdido en su mirada justo antes del “qué” que me lanza cada vez que me olvido de hablar. Invariablemente empiezo a trazar su figura recostada entre las sábanas. Poco a poco ya no son sólo las sombras las que se funden con el estampado; su cabellera entre el clóset, sus manos sobre el perla de sus ropas, sus piernas que vienen y se enredan a mi alrededor mientras les dibujo un beso a todo lo largo para recordarle que son mías desde aquella primera vez en que la vi. Y me pregunto qué historias dibujaría en mi lugar. Sigo leyendo.
Me aproximo a casa. La lluvia ha cedido ante el sopor de la noche. Un vaho de neblina se levanta por sobre el río a la distancia en una metáfora desgastada del olvido. El croar de las ranas me llega sincrónico mientras el perro del vecino me ladra en señal de reconocimiento antes de seguir durmiendo. Volteo a mi izquierda y recorro el camino en mi mente una vez más, siempre igual, por las tantas veces que he vivido este momento y las miles más que podría hacerlo.
Ahora se mueve como si hubiese recordado algo. Aprieta los ojos aún cerrados mientras con el brazo lleva la almohada por debajo de su cabello hasta su oreja. Percibo que su respiración se apresura. Un suspiro profundo. Coloco el libro sobre la mesa. El tic-tac del reloj se detiene en vilo antes de quedarme a solas a disfrutar este momento. La música se escurre desde la sala por el suelo hasta las cobijas. Entonces un cosquilleo le llama. Abre los ojos y por un instante debe recordar dónde está. Me mira fijamente.
-Hola.
-Hola.
-Me quedé dormida.
-Lo sé.
Sonríe. Se quita el cabello del rostro mientras hunde su cabeza en la almohada.
-Preparé el café.
-¿Sí?
Sonríe de nuevo, después, la nada de nuestras miradas. Sé que el fino cristal del silencio vibrará inevitablemente deleznable por ese “qué” en el aire.
Meto la llave en la chapa y echo un último vistazo a la calle vacía; quizá mañana, quizá mañana le invite un café.



Alheida.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Hoy le hablé

Parece que no está interesada.

Se siente como que nadie nunca lo está.