martes, 17 de abril de 2012

Wicked Tree


No sé por qué planté el árbol. Mi papá me regañó en cuanto lo vio. Que para qué quería un árbol tan grande en medio del sembradío. Que para eso no era la tierra. Pero a mí no me importó. Esa mañana atravesé el campo muy tempranito, mucho antes de que cantaran los gallos, y metí las raíces entre los tomates, suponiendo que así tendría qué comer cuando yo anduviera muy ocupado con las gallinas y los becerros como para cuidarlo. Fue entonces que mi papá echó el grito al cielo, pero a mí no me importó.
Ni el primero ni el segundo verano pasó nada. El árbol no era más que una vara seca engarruñada en el suelo. Pero para el tercero ya había echado una rama. Apenas ahí, una pizca más que la nada. Una pequeña varita chueca y bizca, que apuntaba en dos direcciones. Mínima, endeble y desnuda. Pero así la cuidé. Todos los días la regaba y la abonaba con la tierra fértil de en derredor y se me figuraba que crecía como el más alto de los robles y que luego colgaríamos un columpio de su rama más fuerte, pero entonces la ramita se escondía entre la maleza y no la volvía a ver sino hasta que mi padre renegaba con ella por querer crecer en un lugar donde hasta los mismos gusanos le robaban la comida. Pero yo ya no hacía caso de reniegos, todo desde el día en que al irme a dormir, ya muy cansado, vi a mi padre abrirle espacio al palo en el suelo, y a esa rama bipartida que ahora se separaba en otras dos que tampoco tenían forma, y entonces pensé la abonaba con la tierra de sus manos, la regaba con el sudor enajenado de su frente hasta caer dormido y no recordarle más.
Habían pasado muchos años y ya andaba yo pensando que era igual de terco que mi padre; que ese atado de palos y ramas chuecas habían sido un berrinche más de niño y que qué tenía que andar haciendo un árbol en medio de los tomates si no era cosa qué comer. Eso andaba yo pensando esta mañana, muy temprano, con un hacha y el azadón en mano, cuando al llegar al campo con mi padre, que me lo encuentro en flor.