martes, 27 de julio de 2010

De cuando te conocí

De cuando te conocí.
Solía ser un pensamiento intenso que quemaba mis sentidos en un aire dulzón, como de fruta pasada en la nariz, del cual no es fácil desprenderse y después, como esa misma quemadura intensa que se va sanando al aire fresco y suave y sutil, lentamente desaparece el recuerdo hasta no quedar idea ni de fruta, ni de aroma, ni de quemazón, ni de nada.

A

Cuando M despertó esa mañana lo llenaba un ligero sentimiento de desesperación, de vacío, de llenar con algo más el tiempo que sucedía entre despertar sonámbulo para irse a trabajar muy temprano y regresar cansado a casa después de una larga jornada siempre a las seis en punto, todas las tardes de lunes a viernes.

Se podría decir que en general vivía un buen momento; comía bien, poseía una casa propia justo en lo alto de una pequeña colina y llegaba al trabajo en un compacto y rendidor auto que había comprado el año anterior. Era joven y fuerte y mantenía una educada relación con su madre a la cual visitaba todos los martes y jueves, además de llevarla a desayunar los domingos con un reducido grupo de jubilados que lo saludaban efusivamente como el “grandísimo” hijo de la señora de K, pellizcando sus mejillas suaves y sonrosadas.

Después de eso, el poco tiempo que le restaba lo gastaba en sí mismo. Despertando media hora más tarde en sábado y en domingo y durando cinco minutos más en la regadera antes de pararse en el umbral de su puerta con su pantalón de vestir, camisa, corbata y sudadera y subir al coche sin rumbo fijo para terminar en cualquier lugar que le forzara a detenerse.

Sólo un amigo se atrevía a sacarlo de su rutina, pero los azares del destino lo habían llevado a trabajar lejos y sólo podían verse en los contados instantes en que algún asunto de negocios lo traía de vuelta.

M sentía (y se quejaba sólo en pequeños susurros de la mente) que la estructura formal de los días carecía de esa flexibilidad exquisita de los días pintados a mano por cualquier rincón de cualquier lugar, esa vida niña de la edad temprana que nos invitaba a encontrar que el existir era en sí la más grande aventura a la que el humano se enfrentaría. Así que una vez aceptadas las ligaduras, los muros macizos y las imposibilidades de la situación, lo que le seguía era la improvisación absoluta, pues la vida es, nunca será, y jamás puso menos empeño en vivirla por distraerse en el candor de un gesto inesperado.

Su trabajo era simple e incluso, decía, de lo más sencillo, lo cual, en parte por evitar el aburrimiento y en parte por el deleite de la creación a partir de la nada, le permitía disponer de un pequeño espacio de tiempo enteramente para sí mismo. Disfrutando de esos momentos de soledad que crea la plena abstracción del ser en medio del caos que la mayor parte del tiempo reinaba en el edificio entero. Las lecturas personales se hicieron costumbre y así las charlas, las risas y también las escapadas a vagar por vagar en la oficina. Y fue en una de esas escapadas sin motivo que encontraría en el a veces tan bondadoso azar, una de esas pinceladas que bien pudieran cambiar el matiz de la vida por el resto de los días.

Fue apenas un murmullo, un susurro venido de lo alto a posarse ignoto por sus sensaciones aún apaciguadas por el sopor de la nueva aurora. Fue el eco sencillo de un andar preciso acercándose, pasando a su lado y alejándose sin más. Pasos que se percibían en la inconsciencia como un secreto lejano que se cree haber escuchado pero que a la vez se desecha con la rapidez con la que se le ha dejado de escuchar y que aún así, bastaría una charla en el mismo tenor para recordarle de inmediato; que fue justo lo que sucedió la segunda vez.

Era otra presurosa mañana y M debió salir casi corriendo hasta el otro lado de la oficina para entregar unos papeles cuando le vio. Se detuvo lo que pareció una eternidad frente a esa imagen insólita, no sólo por su belleza y estatura, sino por una cualidad inasible que se le vertía desde el pesado cabello negro y laxo por su rostro hasta meterse por los ojos en un gesto melancólico que les pintaba del oscuro más profundo que hubiese visto antes. M, sin poder ocultar su sorpresa, hizo un gesto de reconocimiento con sólo un pequeño levantar de cejas y una sonrisa tímida que se quedó en la comisura de sus labios. Ella lo vio con sus ojos vidriosos, como a punto del llanto, en silencio.

-¿Qué tienes? –dijo M con una aparente familiaridad que usaba más bien en defensa de las miradas recelosas de sus compañeros de trabajo que encontrarían fascinante ese nuevo encuentro. Después de todo, la oficina se prestaba para todo tipo de chismorreos naturalmente innecesarios, pues era esa misma banalidad la que justificaba fuesen tratados con el más ínfimo detalle para luego deshacerse de cualquier responsabilidad recargándose en su silla, girándola hacia el monitor y exhalando un gastado <<’son tonterías’>> con firme convicción.

Ella continuó el silencio con un dedo índice a través de sus labios, lo tomó del brazo y se lo llevó a un pasillo alejado y con poca gente que además pertenecía a un departamento distinto y que por tal no les reconocería. Esto tomó por sorpresa a M que ahora se divertía con la idea de haber cuidado tanto el encuentro anteriormente, pues sin duda alguna, con ese gesto ella habría alertado a cualquiera a cincuenta metros a la redonda, más aún, agravado por el alto cuchicheo que usaba para expresarse. Aún así, M la siguió plácidamente y le regaló toda su atención. Era viernes a fin de cuentas y la oficina entera empezaba a disfrutar del fin de semana anticipadamente, con charlas personales, juegos y alguna risotada de vez en cuando, demasiado divertidos como para notar un suceso que después podría desechar con un gastado: <<’Son tonterías’>>.

-No se enoje conmigo –dijo ella realmente preocupada-, pero yo no le conozco. ¿Se imagina la reacción de la oficina entera si yo le regresara ese saludo familiar con el que intenta de alguna manera conquistarme? Habrase visto. No sé qué he hecho para merecerme tal irrespeto. Si nada más hace falta darles entrada para que se sientan como en casa y al rato sabrá Dios qué puedan pensar…

M la veía con detenimiento, poseído por sus palabras, y se maravilló de esa actitud claramente desbordada en exageraciones de quien tan poco antes consideró la más sutil y encantadora muchacha que hubiese visto y pensó en replicar adustamente en su defensa, pero aún así sabía que al menos ella se había tomado la molestia de llevarlo aparte para explicarle una situación que M no había creído que ella entendería con tal claridad. Supo sin duda que se merecía tal trato pues era verdad, ¿cómo se atrevía? Un desconocido, una desconocida, de edades semejantes, solteros (pues ella no mostraba anillo alguno en sus dedos largos y blanquecinos), por supuesto que la oficina hablaría, por supuesto que provocaría comentarios de toda índole, por supuesto que había sido un tonto.

-Disculpe usted –dijo M sin perder ese toque de solemnidad en sus palabras-, pensé que sería una buena oportunidad para conocernos y veo que por la premura e ingenuidad de mi atrevimiento he caído en el pecado, le ruego me perdone, prometiendo no se hablará jamás del tema si así gusta.

Ella se detuvo un instante en ese pensamiento y entonces lo observó detenidamente con esos hermosos ojos a punto de llorar, sin quitarlos siquiera de la mirada anonadada de M. De súbito, su semblante cambió por una preocupación totalmente distinta que la hizo reaccionar.

-¿Por qué me dice esas cosas? –dijo ella- ¿Acaso no me encuentra atractiva? ¿Qué acaso no le gusto?

-¡Claro que sí! –gritó M exaltado- Es sólo que me ha hecho ver mi error y es por esa misma pena que me aterra que no podría verla ya con otros ojos si usted no me perdonase nunca. ¿Cree que no lo he pensado? Una bella señorita. Una verdaderamente hermosa dama. Mis años de soltería. Estaba justo por comprarme un perro, ¿sabe? Ahora que mi mejor amigo se ha ido. Había pensado nombrarle Lucky y que podríamos pasear por el parque todas las mañanas. Sabrá usted que había logrado una muy agradable rutina. ¿Y qué decir de mi madre? Que aún si devastada estaría feliz, feliz de verme aún si no llegara algún martes, algún jueves, con ese amor incondicional que sólo llegan a conocer las madres. Pero los chismorreos, los problemas de oficina, los jefes, las normas, el ajetreo diario parecen demasiado. Y si llegase uno a conocer a alguien con otro trabajo, los horarios y las incompatibilidades, luego, los aumentos, los ascensos y los sentimientos de culpa e inferioridad. Los nuevos y más atractivos jefes. Y mengua decir que no se puede criar una familia a esta velocidad. No hoy. No ahora. Fui un tonto, sí. Debí pensarlo dos, tres o cuatro veces. Ya imagino qué dirán mañana de usted y yo, yo sin el poder de enmendarlo todo…

M estaba desolado. Esa idea. Esa sensación. Y sintió que el desayuno luchaba por hacerle daño, pero se contuvo y todo lo que hizo fue sudar por un instante. Una gota nada más se escurrió de su sien hasta perderse en sus patillas recortadas. Esperaba no una respuesta sino un milagro que lo salvara de tal situación.

Ella lo jaló del brazo de nuevo y lo llevó a un rincón todavía más apartado y con una fina introspección de su mirada pensó por un rato antes de decir:

-Está bien, lo acepto.

Después no dijo nada con esa mirada ya no tan melancólica y ya no tan profunda fija en el desconsuelo de M que aún recobraba el aliento.

Se veían sin apuros por primera vez desde que se habían conocido esa mañana. Parecían amigos y aún no conocían sus rostros por completo. Los detalles. El lunar de ella, sus labios perfectos, su piel de porcelana. El buen talante de él que empezaba a recobrar su talla con cada respiro. Atrás quedaban los cuchicheos, los aspavientos, el rumor inicuo de las oficinas. Si iba a hacer esto, lo haría de la mejor manera sin duda, y dejando claro que no había un caballero más indicado que él para tal compromiso se aventó fuera de sus pensamientos y con cuidado respondió:

-Muy bien. Es un trato.

Ella hizo una mueca distinta a la de una sonrisa, pero que aunada a su retrato, M la relacionó con un sincero gesto de alegría. Ella soltó el brazo de M, que no había soltado durante la totalidad del encuentro y en despedida le tocó con la punta de sus dedos largos y blanquecinos, la punta de la nariz.

-Vendrás todos los días a las 10, a las 4 y a las 6. Yo sabré estar lista –dijo ella-. Eso sí, nadie debe verte venir, ni siquiera yo y jamás pensarás en nadie más. Después de un mes le diremos a tu madre y yo gustosa la visitaré contigo. Sé que mis padres estarán encantados. Respecto a ese perro, pienso que sería buena idea que tuvieras un compañero, pero ese nombre… quizá te vaya mejor un Chance…

M la veía con atención y movía la cabeza como el mejor alumno del salón, con ansias de aprender y de recibir tan dulces palabras de tan dulce mujer.

-Trato hecho –dijo M.

-… buscarás a tu amigo y recobrarás esa amistad y quizá un día cuando yo me case podrás casarte también, eso sí, tendrá que ser toda una dama y entonces podrán venir los dos a visitarme. Pero deben avisarme con una semana de antelación pues ya sabes cómo son aquí de chismosos, y yo también soy sin duda alguna, toda una dama… -continuó ella mientras M que movía la cabeza de arriba abajo, sucumbía por siempre a ese nuevo mundo.


Kafka.


K

Muchos años antes, el ingeniero Luis Medina, había imaginado un momento así. Entretenido en lugares viejos remendados de historias nuevas, había llevado sus ansias de lugar en lugar al principio caviloso y luego como único dueño de sus aventuras hasta el grado de haber perdido por su prolongada ausencia el derecho a decirse de una tierra propia, según había convenido el Juez Mayor de México y México Constitucional, Don Álvaro Juan Peñúñuri y García. Así que sin más remedio y con la bendición de su abuela se había comprado un capuchón de gasa para el sol, unos pantalones anchos de pana en el que metían dos y hasta tres de él mismo en los días de hambre, una camisa a cuadros cubierta por una especie de rompevientos desigual y de largas mangas amarrado por la cintura, y unos zapatos grandes donde guardaba sus pies y el dinero del que se iba haciendo: <<’No ha nacido criminal que se anime a buscar algo entre este olor y mis juanetes’>>, decía. Se cargó con sus cosas que apenas si eran unas cuantas y se fue a encontrar el nuevo mundo.
En abril llegó a Culiacán, más flaco, más alto y más viejo. Muerto de hambre se sentó en una fonda y apretó los ojos para saber si habría de pedir triángulos, uchepos o papadzules, hasta que le sirvieron una carne deshebrada de venado, frijoles bayos (los cuales había olvidado) y agua de jamaica <<’No confíes en los frijoles güeros, le decía su abuela que era del sur y sólo había llegado a Culiacán después de una larga peregrinación, donde te los sirvan, quieren más a esos cochinos gringos que a los de tu raza, mejor fuera te mataran escuchando el cielito lindo que esas tonterías inaudibles de cajas musicales que suenan a maldita guerra’>>. Se refería a esos conciertos de rock en donde las bocinas, decía ella, eran la estrella principal, pues le daba nostalgia que la voz saliera de una caja y no de la tierna voz de un enamorado, como ella conocía de los tiempos del general Gracia, su difunto marido, quien la conquistó con tres mangos contaba, y una canción venida del cielo. Nunca supieron de esa historia pues apenas surgía el tema, el general lo cambiaba con esa voz honda y poderosa que era lo único que le quedaba joven de ese antiguo militar con veintitrés condecoraciones (cinco de ellas de gobiernos extranjeros), por otro tema más de hombres, según decía. <<’Los hombres hacen cosas de hombres y esos sacrificios son nomás para la mujer’>>.
Llegó ya noche a casa de Julián Preciado, viejo amigo y compañero de aventuras, y éste lo recibió como se recibe al hijo pródigo. Durmió y pasó el día conociendo los rumbos. Llegada la noche, Julián se afiló el bigote, se arregló las canas y vestido de sus mejores ropas, con zapatos de charol, se lo llevó a la fiesta del esperadísimo Bicentenario para que conociera al verdadero pueblo, decía, ya viejo y doliente de sus reumatismos y chipotes. <<’Ya es mucho ganado pa tan poquito cerco’>>, decía relamiéndose la espuma de la cerveza del largo mostacho que lo definía desde muy joven. La ciudad había crecido más allá del huerto de toronjas de la campiña y mucho más allá de las vías del tren donde retozaban cuando niños. Donde el Julián le confesó a la Martina su amor y donde, ya grandecitos, habían consumado su amor con desatinos, pues del primer encuentro nacieron los gemelitos Preciado; niño y niña, nomás que con gestos invertidos. La niña era la viva imagen de su padre: altiva y rozagante. Si nomás se podía ver cómo se relamía los bigotes en las fiestas antes de acercarse a un muchacho que le gustaba. El niño era más bien como su mamá: tímido y apocado, pero con una mirada que denotaba gran inteligencia, como si de lejos te viera mejor para luego juzgarte al dedazo. A Martina se le atribuía la capacidad de saber las cosas como si las hubiera hecho ella misma. Era por eso que cuando algo le pasaba a los niños, a Julián o a la casa, iban mejor con ella para que les dijera todo de una vez y poder arreglarlo cuanto antes. Supo desde el primer día que tendría gemelitos y que ella se parecería a él y él a ella, por eso la niña se llamaba Juliana y el niño Martín. Y por eso, cuando Martina vio a Luis Medina a los ojos se alegró, pero no nomás por una alegría propia, sino por una que venía de la misma felicidad que había visto le esperaba a Luis. Lo abrazó por un largo rato, llamó a los niños para que lo saludaran y le dijo al oído: <<’Esta noche conocerás a una de tus mejores amigas’>>. Luis Medina, acostumbrado a sus adivinaciones, sonrió como volteando a los lados para ver si le veía llegar. Tanto así confiaba en sus palabras.
Fue durante la fiesta con Julián Preciado, que Luis Medina reconoció entre la muchedumbre a Roxana María, una antigua compañera de bachiller con quien llevaba una estrecha relación desde entonces. Incluso, cuando tenía ganas de saber de este otro mundo, era a ella a quien le escribía esas cartas cortas y concisas que tanto odiaba la Roxana, y con las que ella siempre le decía rezongando: <<’Si no te voy a cobrar por palabra leída, que siempre me ha sido un gusto, condenado’>>. Y luego, ella se figuraba, se vengaba con cuatro hojas de libreta escritas por ambos lados, para que aprendiera. Sin embargo, Luis siempre fue ávido de sus lecturas y se echaba las cuatro hojas y las ochenta y seis anteriores en un santiamén, pues así volvía a vivir a su segundo pueblo de siempre. Fue así como se enteró de que su abuela había muerto, el mismo día que nacían los gemelos de Julián, y Luis, no pudiendo venir pues estaba ya muy lejos para desandar lo andado, le pidió a Roxana le llevara una orquídea a su abuela y otra a los niños en su nombre, pues los unía la misma alma pensaba. Las historias de Roxana eran todo menos complejas. Se divertía contando sucesos en una retahíla de palabras en orden que siempre terminaban con un tqm. Fue en esa fiesta de su bienvenida que llevaba a su nuevo novio apretado del brazo, no se le fuera a escapar y se sentaba en una mesa llena de algunas caras conocidas y otras tantas nuevas. <<’Siéntate aquí, Luis, no me vas a hacer el feo ahora que te has animado a contravenir al Juez Mayor, que si le piensas bien, le agrega injuria que estés aquí tomando ponche en la fiesta del Bicentenario’>>. Y soltó una risotada que asustó a los chanates que dormían encima de la carpa. <<’Yo siempre dije’>>, dijo Luis <<’que el que no es de ninguna tierra, de cualquier lodo se embarra’>>. Luego se sentó al lado de uno de esos rostros nuevos. De ojos verdes, del color de las rosas, alta, sonriente. Se trataba de Karelina Sepúlveda Ovalles alcanzó a oír, y ahí se quedó sentado toda la noche, pues Martina, al verlo a través de la pista de baile, le regaló esa sonrisa reconfortante del mutuo acuerdo y entonces supo que no se habría de quitar de ahí en toda la noche y quizá ni en la vida entera, ni para bailar.


García Márquez.


L

A mitad del camino de mi vida,
de alguna insidiosa suerte enredada,
vagaba entre paz o cobarde huída.

Ah, sería mi pena menos si nada
de esta oficina esperara inocente.
Mas la soledad me aflige amparada

en esa esperanza siempre presente
de encontrar una dama, que abrasaba
mi pecho al andar remiso y sonriente.

Y como aquel que solo fisgoneaba
y al verse descubierto, finge olvido,
así le vi hermosa, pues no esperaba

mujer tal me hablara si hubiese sido
mi fortuna la de siempre: tan firme
que he de morir solo y en el olvido.

A punto estuve de asustadizo irme,
pues la alegría me era un bien prestado,
cuando ella me detuvo al así asirme:

“¿Adónde vas, gentil hombre? Azorado.
Sólo una paleta pedí orgullosa
y me cuita verte harto y alejado.

¿Es que me miras como a cualquier cosa
y tu fe al cielo oculta mi valía?”
Y como el hambriento halla dolorosa

tanta comida asaz de la sequía,
así mi corazón no pudo exhalar,
lleno, una razón en tanta alegría.

Al fin le dije: “Ruego a mal no tomar
mi silencio grosero, pues le juro,
es de origen puro y jamás fue vulgar,

que viniendo del habla que procuro,
que Dante me confía, hartas sonrisas
vería y no este descuidado apuro”.

De pronto, como flor que esparce tizas
en un color henchido de tinturas
y encantado en el recuerdo le irisas

y en mil colores extras le figuras
pues fundióse amor con reminiscencia,
de evocarme ahora recitó dulzuras:

“Aún de callar por siempre tu presencia,
aún así mi sonrisa te daría,
que halaga más silencio de inocencia

que amores hartos de falsa poesía.
Di que eres mi amigo, si esto te place,
que no dudo jamás de tu hidalguía”.

“Eneas; seré Horacio –dije-, aún pase
lo que pase. Y que nuestras raleas
duren lo que el tiempo hasta la otra fase”.

“Jamás conocí al grandísimo Eneas,
ni del Horacio pude besar la faz
-dijo-, Luis serás siempre si deseas”.

Y así, apuró el paso y le seguí detrás,
sintiendo nuevas pasiones por ella.
Abriéndose a mi paso un amor capaz
de mover al sol y demás estrellas.

Dante.


Y

I
Posada inmóvil en la explanada del aserradero, Carmen esperaba la hora de salida con los ojos clavados en el vaivén brusco y omnipotente de los troncos de roble de los alrededores de San Juan arrastrándose por las canaletas llenas de agua y aserrín. Sintiendo las chispas de esa mezcla rozar su piel y tallarla quebradiza contra el sol. Ya no le temía al bramido, ya no despertaba con la pesadilla de un pino fuera de control, muy a pesar de que era su padre el que había perdido dos dedos antes tratando de salvar a uno de sus hermanos. Pensaba que era la única vez que algo se había atrevido a lastimarlo. Pensaba que nada la lastimaría a ella.
Ya antes había deseado hacerles frente, salir de la ratonera, sobre los troncos, el bosque, bañada en la represa a la que se escapaba todos los fines de semana sin permiso, saltando del risco más alto cada vez.
Un día, cuando sea grande, podré marcharme en ese viejo tronco con el que no ha podido la familia. Eso les enseñará.
Esperaba el silbato con un paquete pegado al pecho. Una vieja caja azul amarrado con una delgada gaza mugrienta de tanto uso. Pensando en que desde la muerte de su madre no había tenido esperanza de otro amor. <<’Si los que te quieren duelen, entonces querer es una porquería’>>, le decía a sus hermanos. Amándolos en ese acuerdo mutuo de jamás tener que decirlo.
Un pitido agudo, seco y lacerante cruzó el espacio entre la torre y la explanada en apenas un par de segundos. Carmen se ajustó el overol, se subió a la silleta movible que tanto le gustaba, se pegó al pecho su tesoro, y salió disparada hasta la planicie, mucho más allá, más abajo, donde se ahondaba la cuesta por mucho tiempo antes de subir.
Tengo que verle.
Tenía apenas doce años cuando empezó a trabajar ahí por voluntad propia. Porque faltaba la comida. Porque necesitaba el dinero. Ahorraba más de lo que comía y cuando apretaba el hambre, podía zamparse cuatro o cinco lombrices de esa tierra fértil y húmeda del abrevadero antes de vomitar la tierra por el cobertizo de los caballos que ahora faltaban. No se limpiaba la boca y con los labios quemados de tantos jugos y sol, observaba a su padre rechinar los dientes y ajustarse el cinturón a través de la ventana del patio. Siempre se ajustaba ese viejo cuerdo de vaca con el que había azotado a seis hijos y tres primos que alguna vez tuvieron que pasar el verano ahí. Se sujetaba el cuero al cuero curtido de las costillas y se sentaba a comer la cecina que secaba en los tendederos de la finca. Esos pedazos de moscas, de piel seca, de mierda. Carmen había cambiado en varias ocasiones la cecina de su padre por la carne muerta de una rata de campo y nadie habría notado los festines que se daba con Virgil, Sebastian y Mary, sino hasta que Tony la vio.
<<’Un día te va a matar padre’>>.
<<’Un día, pero nadie va a llorar, ¿verdad? No como tú cuando te pega’>>.
Carmen no confiaba en Tony o Damon desde mucho antes. Desde que los veía convertirse en la viva imagen de padre. Igual de testarudos y reacios. Reacios a vivir siquiera. No desde que él la acusó de lanzar una de esas ratas al abrevadero por lo cual no tardaron en morirse las dos mulas y el caballo. Sea lo que haya sido, no fue una rata de campo lo que los mató, pensaba Carmen. Fue tanto rencor.


II

-Suelta el paquete –le dijo Carson Etenville a Carmen varias veces al verla partir con las manos ocupadas en terrenos peligrosos– Te vas a matar, y más vale que te mueras fuera de mi propiedad si eso es lo que buscas-.
Ella sonreía siempre y luego se perdía en la distancia como alma que lleva el diablo. En realidad el señor Etenville entendía bien a Carmen. Él había venido de las mismas tierras agrestes de su familia. Si uno se queda mucho tiempo se seca y no crecen ya las flores en su pecho. Por eso Padre, Tony y Damon no tenían ya corazón. Lo dejaron enraizado en azahares y espinas muchos años antes de que la Madame muriera ensillada en el caballo. <<’Una tragedia, una verdadera tragedia. Hombres tozudos nunca fueron buen abrazo’>>, dijo Carson exhalando el cansancio de la tarde. <<’Hasta mañana, Carmen’>>, gritó, pero Carmen ya era un punto en el horizonte, el cual sólo podía imaginar abrazada a ese paquete como a su vida.
<<’Pobre muchacha’>>.

III

Tony

-Maldita seas, Carmen –dije- si te pedí los tres pesos era porque los necesitaba. Sabes bien que nunca te he pedido nada y preferiría me escupieras en la cara tus lombrices antes que pedirte algo. Pero los necesitaba. Esta vez sí los necesitaba. Ahora todos pagaremos las consecuencias por tu egoísmo.
Es una mocosa malcriada. Con la misma pompa con la que nació y murió inútilmente su madre. Me hierve la sangre nomás de verla sonriente y retozona, como si no le debiera nada al mundo. Sí, nació con la misma necedad de padre, pero sin su trabajo, sin sus ganas de servir y sobrevivir a estas tierras. Te juro que si no viene Damon antes de que le pierda la paciencia… Te juro…

Virgil

Amo a mi hermana, a los tres, pero Carmen es demasiado respondona, demasiado mula. Si un día padre tiene ganas de agarrarla a cintarazos, es conmigo y con Sebastian con quien se desquita. Amo mucho a mi hermana, pero ese cinto de cuero me da pesadillas y no sé cuánto más lo pueda soportar. Si tan sólo estuviera Madame. Ella sabría bien qué hacer con Carmen, porque lo que es yo… yo mejor me quedo bajo el zaguán antes de que lleguen los gritos hasta la casa.

Sebastian

<<’¿Dónde está Damon? Dicen que fue al pueblo a hacerse de un préstamo, pero yo más bien creo que está cansado de Carmen y de padre y de Tony y de todos. No me extrañaría que huyera con ese dinero y no lo volviéramos a ver jamás. Por eso hablaba de la yegua. Que si la yegua estaba mal. Que si qué tan mal estaba. Que si cuánto costaba una nueva. Damon no va a volver. No va a volver nunca y si Carmen se queda mucho tiempo a solas con Tony se va a armar un alboroto del que no nos vamos a librar.
Virgil tiene miedo. Sé que tiene miedo pero lo oculta con explicaciones. Queriendo calmarnos. Él no es malo, pero a veces tiene que pelearse con Carmen para evitarle problemas y de paso a nosotros. Si no fuera tan terca. Él es buen hermano pero ya no aguanta más. A veces quisiera ser yo el que se interpone a los cintarazos pero siempre me lleva la ventaja. Siempre fue más fuerte que yo aún si dicen que somos gemelos.
<<’Virgil nos cuidará, Mary’>>.
Mary nomás me mira chupándose el dedo y aferrada a esa muñeca que tanto le gusta. Me he ofrecido a lavársela pero no quiere. Allá ella con sus cosas. Quizá está empezando a comer tierra como Carmen, pero ella se la echa poco a poco en la boca con ese muñeco. Quién sabe. Aún no la he visto vomitar.

Mary

Sebastian y yo estamos escondidos. Virgil está un poco más allá. Él es mi hermano. Todos somos hermanos. Aunque a veces Carmen no quiera ser nuestra hermana. Aunque a veces diga que tampoco sea la hermana de Damon o de Tony. Yo quisiera que Carmen fuera mi hermana. Ella tiene un vestido muy bonito.

Virgil

Maldita sea, allá vienen.

IV


Tony jalaba de un brazo a Carmen, lo apretaba con una muina infernal, dejándolo sin sangre, mientras ella se aferraba al paquete que llevaba en el pecho. Con cada estirón de ella la caja se reducía y se retorcía, se hacía más pequeña, asemejando el corazón apretujado con el que Carmen aún chillaba y pataleaba.
-¡Es mío, Tony! –gritaba Carmen- ¡Es un regalo! ¡No me gasté el dinero!
-Mientes –le dijo él -. ¿Acaso me crees tan tonto como para no saber que te has gastado quién sabe cuánto en otro vestido?
-No, te lo juro –gritaba Carmen-, no me he gastado un peso en esto. ¡Es un regalo!
-Ven acá… ahorita mismo lo veremos con Padre –dijo Tony.
Padre se encontraba en la cocina, desde ahí veía el rostro torcido de Carmen al sujetarse al enorme brazo de Tony. Era por lo menos dos veces el tamaño de ella y aún así, la arrastraba a duras penas dentro de la casa. Padre acariciaba el cuero de vaca con un ligero a sabor a peltre en los labios. Dejó la taza tibia sobre la mesa y metió un palillo de dientes en su lugar. Lo saboreaba.
<<’Buena madera. Si tan sólo estos chiquillos supieran lo que nos cuesta. Todo es un juego para ellos. Todo. Yo les enseñaré’>>.

Tony y Carmen llegaron por fin al patio. Padre aún veía por la ventana con los ojos poseídos. Como percibiendo una imagen conocida de mucho tiempo vista desde un ángulo diferente, tratando de reconocer si los nuevos detalles siempre estuvieron ahí.
Salió de la casa tranquilamente. Frío como uno de esos troncos inertes.
-Se ha gastado los tres pesos, Padre –dijo Tony.
-¡No es verdad! –gritó ella.
-¡Cállate! –dijo Tony.
Padre los vio a los dos a los ojos. La cara mugrosa de todo el día de Carmen le dio la impresión de que había estado llorando. No se inmutó. Volteó al cobertizo, vio a Mary, Sebastian y a Virgil más adelante, expectantes, y escupió un salivazo pardo al suelo en tono de amenaza. Más valía que se quedaran donde estaban.
-¿De dónde salió eso? –dijo Padre al fin.
-Es un regalo –dijo Carmen al tiempo que se soltaba del brazo de Tony.
-Hay dos opciones, Carmen, o lo robaste o lo compraste. Así que tú dime cuál fue. De igual manera, te llevarás una tunda que no olvidarás jamás.
Tony sonrió.
-Es un regalo, de verdad –dijo Carmen mientras empezaba a sucumbir al odio. Apretaba los dientes y respiraba fuerte, como toro de lidia a punto de atacar. Sin soltar aún la caja que palpitaba con un secreto que no valía nada para ellos que para ella podía significar lo que una vida de tundas.
-Esto te va a doler- dijo Padre.
Luego se acercó a ella sin asomos de compasión, desamarrándose el cuero de la cintura, mientras Virgil se le echaba encima y Tony lo hacía a un lado sin esfuerzo. Virgil gritaba y lloraba y Carmen se quedó quieta en su lugar, sonriente, con esa mirada dulce que sabía regalar de vez en cuando. Sebastian había llevado a Mary a jugar lejos de ahí. Entonando una canción.
<<’Ya verán que vale la pena’>>, dijo Carmen casi para sí misma ante la mirada atónita de Virgil. <<’He conocido a alguien. Ya lo verán’>>.

III

Madame

Era apenas una niña cuando conocí a Aspen y aún siendo tan pequeña ya mandaba en mi propia finca. Nunca antes había conocido el amor. Siempre supuse que es porque el hombre es cobarde de nacimiento y no se atrevería a meterse en una vida donde no fuera necesitado. Y no fue amor al verlo, esa cara hosca y firme me enamoró de la idea de que pudiera tener a alguien en quien confiar los deberes de la casa sin tener que preocuparme por la crianza de mis hijos. Porque mis hijos serían mis hijos y de nadie más. Entonces cedí a este acuerdo. No tardé en darme cuenta del error. Al nacer Damon, Aspen se apoderó de él, como si siempre hubiera sido suyo; como si hubiese existido siempre. Lo llevaba apenas de meses al aserradero y pasaban horas en las que él hablaba de todo el funcionamiento de los canales y las sierras, y Damon, babeando, lo veía atento, con los mismos ojos azules fijos en la nada, como si nada más importara que esas palabras. Después vino Tony y lo di por perdido desde el primer día pues mis fuerzas ya eran menos. Habrían de crecer en esa forma huraña y humillante que tenía Aspen de ver la vida. Supe que iba a morir joven, pero no sin antes dar a luz a mi hija. Yo quería a mi hija. Entonces nació Carmen. El gesto asesino con el que Aspen la desconoció por ser niña me reveló que entonces sería mía y de nadie más, por eso me apuré con los gemelos: Sebastian y Virgil. Uno más parecido a mí, otro más a su padre, pero no renegué. Su esperanza de criar hijos se había terminado con Tony así que me los dejó para siempre. Mary fue sólo aferrarme a la vida que ya se escapaba de a poco. Me angustiaba el no poder criarlas una vez que muriera, así que tomé a Carmen como alumna y la enseñé a vivir. Fue muy duro para ella, yo lo sé, pero era la única esperanza que tenía de seguir al lado de mis criaturas desde el más allá. Sebastian, Virgil y Mary apenas si entendían que pasaba cuando llegaba por las noches a platicar con Carmen de la vida, hasta que oía los pasos de mi esposo acercarse y me iba a acostar, o cuando muy temprano en la mañana en que la enseñaba a escoger huevos frescos para las tartas que vendía y a ordeñar a las vacas para la harina y el café con leche. La hice trabajar en la finca muy joven para que jamás necesitara de sus padres ni de sus hermanos, esos injuriosos desalmados, y Carmen rendida y desconcertada, sólo lloraba y extrañaba su cama a rabiar. Me dolía el alma de hacerle vivir esto, pero sabía que era por su bien. Así pasó un año, dos, hasta que no pude moverme de la cama. Ese cumpleaños sabía que había escogido el regalo perfecto. Lo guardé entre holandas de seda, lo amarré bien, le hice una caja más pequeña de la caja de mi vestido de novia, rasgué mi vestido de seda sólo un poco y se lo amarré como un listón alrededor. Esa noche le pedí que fuera a verme y algo cansada y desilusionada porque no tuvo ningún festejo, llegó a la puerta. Le pedí que entrara y saqué el regalo que le tenía guardado. Sus enormes ojos redondos y oscuros se salieron de órbita y entusiasmada me rogó porque le dijera qué era. Le dije que lo abriera. <<’Es una camisa de príncipe’>>, gritó emocionada. Admiraba su corte, sus brillos y su color rosado a la sombra del quinqué. Notó que era mucho más grande que ella. <<’¿Pero para quién es? Virgil y Sebastian aún son muy pequeños’>>, me dijo. <<’Ya sabrás, cuando llegue su debido tiempo, Carmen’>>, le dije con el corazón en la mano pues ésta podría ser mi última enseñanza. <<’Escúchame bien, hija; de ahora en adelante, la única lección que debes practicar a diario será la de aprender a soñar’>>.


Faulkner.