jueves, 3 de mayo de 2007

Los Solitarios

En el vigésimo primer día del año nuevo es que salen a pasear. No llegan entre las luces y cánticos de volátil moral de días pasados. Su perfil se ajusta mejor al de viajeros de antaño, aquel que reconoces en el horizonte únicamente, cuando ha llegado y cuando se va. La misma cosmogonía de los dioses los hizo distintos. Bañados en leche materna, un blanco les opaca los ojos y los avienta al último lugar de la fila, sin hablar. Bien formados, no evolucionan, no van a más y pasan sus días ansiosos de saber qué hay más allá pues no hay quien que pueda contener su mirada pesada y viscosa untándose por todo el cuerpo. Salen a pasear y en ceremonioso desfile, investidos de viejas costumbres y olores a mundo, llaman la atención del distinto, un instante nada más, el necesario para no extrañarlos por el resto de los días. Nadie sabe a qué vienen, nadie sabe a dónde van; pero se les acepta, como se aceptan las multitudes, el dolor y las ganas de llorar. Cuenta la leyenda que se les puede llamar un día más, uno a la vez, y nadie sabe cuántos vendrán. Y cuando llegan caminan lenta, pausadamente, con cierto deleite en cada paso. No perteneciendo a un lugar, disfrutan cada aroma nuevo, cada singular visión, alejándose únicamente de la gente, y sólo para evitarles el estigma de sus ojos y dejarlos tranquilos en su paz. Se pasean como nuevos. Murmuran las palabras, palabras tan viejas como sus mismos creadores, que repiten una y otra vez, formando así un lenguaje distinto, lleno de recovecos, vueltas sin fin y un significado distinto. Así la gente que los oye hablar, reacciona con displicencia, quizá un poco de diversión desinteresada, lo que para ellos es una conversación más rica y llena de matices que cualquier aquella que pudiera venir de sus bocas desmesuradas. Van y se pierden con el mundo, se borran de las mentes, van y viven lo que un día, van y descansan en un lugar fortuito donde sus cenizas se llenan de tierra, se funden con el agua, se trepan a las raíces y desde lo alto florecen con el cielo, listos para morir. Y lloran savia, ese lechoso mirar que los acompaña, y sufren su partida con cánticos distintos a los de días pasados, esta vez se escucha como el viento de un lugar lejano, un lugar tan lejano que aún sin conocer, sabes vas a extrañar. Quién ha dicho que no muere lo que no pudo existir.

Yo los he visto antes, los he visto llegar, y quizá alguna vez, los seguí con la mirada hasta perderlos en la multitud y no volverlos a pensar. Lucían como ahora y el aire que se desliza entre su vestimenta me recuerda a una melodía que creo conocer. No recuerdo que sonreían como hoy o que su lenguaje tenía tanto sentido. Lo que sí recuerdo es que llegaron en multitudes de veinte, después veintiuno y hoy esperaba veintidós. La gente los llama Los Solitarios; yo sólo los llamo cuando tengo ganas de abrazar.

Para mí.

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