jueves, 6 de mayo de 2010

Buck Mulligan

Rimbombante Alheida posó su zapato nuevo sobre un junco al lado de la puerta principal. En un gesto digno aventó el cabello laxo y negro sobrante de su rostro e inclinando la cabeza al suelo sonrió al lustre de su nueva adquisición, mientras el brillo de sus ojos y la aurora nacarada peleaban impíos ese momento como si fuera el último. Henchida de orgullo y con el aplomo nuevo de las nuevas reinas se posó a sí misma lista para dar un discurso.
-¿Has visto qué zapatos? –gritó aún sola pero con la certeza de que alguien más abría de llenar esa pausa solemne. Se irguió sobre toda su estatura, su ascendencia noble era aquella de los dioses nórdicos e irónicamente entre aquellos hielos les sobraba mucho barro para moldear, fastuosa en esta ocasión, con los trazos de un artista. Respiró hondo y en una rápida búsqueda entre los pasantes reconoció a la joven Orlán que presurosa corría a cubrir su puesto de fiel compañera.
-¿Qué zapatos? –dijo ésta, encorvada y tomada de las enaguas para alcanzar el espacio entre el nártex de la iglesia y el pasillo. En su mueca pensativa se delineaban unos pómulos severos, contorneados por unas arrugas finas, como fino era el verde de sus ojos. Un retrato cómico y amarillento definía su expresión. Era del mismo temple que Alheida pero el peso que llevaba sobre sus hombros la condenaba a voltear siempre desde abajo, como pidiendo clemencia.
-Qué zapatos, ja. No cambias, Orlán. O’er, Ordamn. Qué nombre de hombre te ha dado tu madre; y encima vienes hecha un harapo andante. ¿Quién te llamaría a ti aún sabiendo quién te dices? Yo por eso, briboncilla, te llamo mi hermana. Qué zapatos, dice. Velos tú y dime si te reconoces en tal fulgor.
-Oh, sí, los zapatos.
-¡Pero qué zapatos! –dijo Alheida oronda, luego regaló un ademán de reverencia a la punta plateada de sus zapatillas de tacón de aguja, saludó con lisonja a Orlán, al junco, al sol y las montañas y empezó un baile socarrón con una viejecita que venía al paso-. Y así, mi querida amiga, bailaremos hasta que no hubiese suelo más bajo nosotros qué pisar –se detuvo pensativa con la mano por jubón, sujetándose el pecho como habiendo olvidado algo.
-¿Qué piensa, señorita? –dijo Orlán.
-Naderías, Orla. Es momento de festejar y me apuran más las ansias de vestirlos.
-Sus zapatos.
-Pero qué zapatos. Parecieran hechos del mismísimo escudo de Perseo.
-Sus zapatos.
-Y qué zapatos, podría morir y revivir en ellos, te lo digo ahora. ¿Has sabido de Adrie últimamente? –dijo sosteniendo su vestido por los holanes con los zapatos en las manos, danzando divertida mientras murmuraba viejas canciones escocesas, agitando los brazos casi en desorden, con el ceño de aquella vieja que las cantaba todas las mañanas por su ventana; atravesándose al paso por todo el patio central.
-Sólo que está en cama con dolor de cabeza –dijo Orlán.
-Y hasta ahora me lo dices –agregó Alheida severamente-. Vente, vamos a llevarle la fiesta que le veo mucha y faltaría una más para poder tomarla entre manos.
-Señorita.
-Ven, Orla, que el señor, todo el nuestro, nos ha prestado un soplo apenas y se me va la vida en naderías.
-Señorita.
-Que te dejo, O’er, que te dejo, Holán, que te dejo –dijo perdiéndose a la vista mucho antes de que sus cánticos cedieran a los tumultos viejos, bastante más viejos que ella.
-¡Señorita, sus zapatos¡ -gritó Orlán angustiada.
-The taen she drank her hose and shoon… ¡Pero qué zapatos!

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