lunes, 30 de abril de 2007

Talla 0

No espero crean siquiera una palabra de lo que estoy a punto de relatar. No lo pediría yo, que aún ahora despierto en medio de la noche deseando todo haya sido una fantasía de mi mente perturbada, sólo para llegar hasta su cuna y ver que es real. Al menos en mi mundo. En este extraño suceso que tengo que vivir y amamantar como el más largo de los sueños.

Muchas veces había visto este caso repetirse. Es natural a las mujeres de su edad entrar en esta llamada "crisis", palabra que sólo me gusta utilizar en esas niñas que sufren en verdad por lo que les está pasando. En muchos otros casos, es incluso una situación placentera; pues sus consecuencias no son aún en esta edad tan temprana, si acaso se han de presentar. Ella era una más entre las "víctimas" de este interesante y no menos inquietante placer.

La conocí como a muchas. Frecuentábamos el mismo bar y esa noche había salido por mucho menos que diversión. Un trago antes de dormir. Antes de repasar las tareas del día siguiente y dormitar junto con un libro, cualquiera que estuviera al alcance. Entonces me vio. Reflejaba su cara la seguridad que sólo una mujer mucho más atractiva que uno puede tener. Se acercó disimuladamente y me saludó. En efecto, su comportamiento era totalmente distinto al que relacionaba con las muchachas de su edad. Su rostro reflejaba unos veinte años niños. Apenas abriéndose paso a la vida libre. Charlamos porque ella así lo quiso y yo, un tanto sorprendido, me dejé llevar. Disfrutamos de una hermosa velada, nos despedimos y nos fuimos a dormir.

La segunda vez que la vi quizá me había olvidado de ella. Una noche de trabajo me había guiado al mismo lugar. Esta vez se dirigió rápidamente hacia mí y besando mi mejilla -para mi sorpresa- se sentó a mi lado y ordenó dos copas de vino. Más seco del que tenía en mi copa vacía entre mis libros. Entonces empezó una conversación tan sutil y profunda que no pude menos que dejar todo lo que hacía por regalarle mi mirada por el resto de la noche. Fue la velada perfecta. Al despedirnos esta vez, sabía que no volvería a tener el descuido de no pensarla. Esa noche no pude leer. En su lugar, me recosté en la cama viendo el techo. Descubriendo caras e historias entre sus texturas y sus distintas tonalidades de madera. Entonces, oí un golpe seco en mi ventana. Sólo volteé lo necesario para recordarlo y regresé la mirada a su lugar. Otro golpe seco, esta vez mucho más fuerte, me hizo recapacitar en lo que sucedía y sin titubear, me levanté para ver qué sucedía. El tercer golpe llegó cuando sostenía la ventana en mi mano y ella reía por el accidente en el jardín de mi entrada. Se disculpó y me pidió que bajara.

No pensé en mucho más que sus veintitantos años al bajar por las escaleras buscando con qué abrigarme. Abrí la puerta y ahí estaba, esplendorosa bajo la luz de la luna. Sonará trillado, pero es un espectáculo que jamás debería tratarse como menos. La luz entre sus cabellos era exquisita. Como debería ser el resplandor del cielo visto entre sus nubes. No dijo nada. En cambio, caminó apresuradamente al interior de mi casa -sabía bien que yo vivía solo-, entró al baño y no supe de ella hasta verla salir. Tan fresca como siempre. Se sentó en mi sala, hurgó entre mis libros y reconoció la botella de vino en el estante que horas antes había ordenado. Sonrió de nuevo antes de quedar en profunda calma. Me senté a su lado con una rara combinación de comprensión y un grito a voces de querer saber qué estaba pasando. Me vio, con esos ojos que no pertenecían a una niña de apenas veintitantos y me dijo sin más:

-Quiero ser talla cero.

Mil cosas vinieron a mi mente; pero honestamente, lo que más recuerdo es cómo volaron mis años en sus ojos y mis fantasías la convirtieron en niña de nuevo. Buscando las palabras correctas en la mente, no me atreví a decir nada más que "muy bien".

En ese instante supe que la había ofendido. Había destruido toda esa confianza que habíamos creado en tan sólo dos días y tenía ganas de gritarme: "Lo que viste es real, idiota"; pero se contuvo. Volteó la cara, que ahora se fijaba en la ventana, y continuó:

-Quiero ser talla cero. Quiero estar buenísima y no volver a engordar jamás. Quiero ser un cadáver hermoso.

En este momento supe que hablaba en serio. Sentí una profunda tristeza al escucharla, pero el verla me hacía recapacitar. Ella lo disfrutaba en su mente. Brillaban sus ojos al decírmelo y hablaba con una convicción que no mostraba el más pequeño remordimiento de sus palabras. Entonces, me permití ser un poco más observador, y vi sus muslos, sus piernas dobladas en el sillón. Su disimulado escote, su cuello, su rostro perfecto. Era en realidad perfecta. No había una sola línea fuera de lugar. Lo que hace por uno el ser bendecida con la niñez y la belleza.

-Pero si eres perfecta -le dije.

-Quiero serlo más -. Me dijo sin voltear la mirada.

-¿Y por qué me lo dices? -repliqué. Pensando ahora en su extraña visita y su no menos extraña confesión a esas horas de la madrugada en mi casa y sin avisar.

-Quiero ser talla cero, pero no quiero ser bulímica -me dijo. Con la mirada centrada en la mía pasaron segundos en los que ninguno de los dos respiró.

-¿Lo eres? -le dije buscando sus ojos. Se puso en pie, como hastiada de su situación, se pasó las manos por la cabeza, el cabello y empezó a decir:

-Empecé a vomitar hace tres meses. Primero fue un experimento. Debo confesar que se sintió bien haber comido y después haberme deshecho de tantas calorías en un instante. Sólo fue una vez. Pero dos semanas después, en una cena en casa de mi familia, no pude aguantar las ganas de hacerlo después de comer todo lo que me invitaban. Traté de hacer ejercicio todo el día, pero el placer que me provocaba eliminar calorías sin esfuerzo era mayor. Empecé a vomitar dos veces a la semana, después tres, cuatro, y veía cómo se iba la grasa, cómo de pronto era talla 5, talla 3, talla 1. Quería ser talla 0. Todo se salió de control. Después vomitaba después de cada comida. Ir al gimnasio me cansaba demasiado, me desmayaba sin razón y no llevaba el conteo de las horas. Los días se hacían noche y en la noche sólo pensaba en comer para después vomitar. Todo esto a escondidas. Para mi familia y mis amigos, todo estaba bien. Cuando te vi esa noche, sólo esperaba poder conocerte y olvidarme de todo lo que pasaba por mi mente en estos últimos días.
Entonces titubeó.

-Se ha salido de control, ¿sabes? -dijo en tono realmente preocupante-. De pronto vomitaba cosas que ni siquiera recordaba haber comido. Yo me sentía bien, ya casi era talla cero. Me sentía como vuelta a nacer. Joven, mis pechos firmes, mis caderas delgadas, mis pompas en su lugar... incluso las arrugas y los dolores se empezaban a ir. Vivía una euforia constante. Seguía vomitando aún sin comer y la comida seguía saliendo a borbotones, incluso cosas que no había comido hacía años. No podía ser así. No a ese precio. No sé qué hacer. No sé a quién recurrir, pues toda mi vida es perfecta, excepto en la soledad, cuando veo la comida y me recuerda que después la he de desechar. Me siento mal, aún cuando nunca me he sentido mejor en mi vida.

Escuchaba atento sus palabras desde el inicio, procurando no tener una mirada dura o prejuiciosa. La abracé por un instante y se quedó callada. Calmada como cuando llegó esa noche a tocar a mi ventana. Escuchaba su respiración profunda y pausada. Le repetía al oído que iba a estar bien. Que yo cuidaría de ella, que la llevaría al lugar indicado para que nadie se enterara de su problema y lo solucionara y se acabara su sufrimiento. Besé su frente.

De pronto, empezó a convulsionar. Bien sabía lo que estaba pasando. Trataba de no vomitar en ese instante, y sin más, la tomé de un costado y la llevé hacia el baño. Fue demasiado rápido. Un enorme chorro de vómito salió de su boca, mojando todo a nuestro alrededor. Parecía que no iba a detenerse nunca. Se notaba lloraba del desespero. Duró unos cuantos segundos más hasta que por fin se detuvo. Vio todo por unos instantes y gritó desesperada, para correr hasta el baño y encerrarse. Me quedé un instante observando el espectáculo. Mis sillones, mi alfombra, mi mesa, incluso mi ropa bañada en vómito y un severo llanto proveniente del baño me llenaban la mente. Quise calmarla, pero nada funcionaba. Oía cómo vomitaba sin cesar dentro del baño y cómo, en los momentos de calma, su actitud se hacía más irritante e infantil. Gritaba sobre no haber comido esto o aquello. Gritaba sobre cómo había llegado ese trozo de pastel a su estómago. Los dulces, las pizzas, los conos de nieve. Gritaba desesperada y su voz se hacía cada vez más chillona e incesante. Convencido de que no lograría calmarla, me puse a ver el desagradable espectáculo de nuevo. Vi cómo entre el vómito se podían ver claramente los trozos de comida esparcidos. Ahí estaban los sándwiches, las albóndigas, el espagueti y de vez en cuando, algo que me parecía inusual. Dulces desaparecidos hacía años, trozos de comida que si mal no recuerdo, ya no había existido por un buen rato. Parecía como si se hubiera comido una bolsa entera de comida de la alacena de su abuelita. Comida de lo más ordinaria, incluso para mí, y por lo que sabía de ella y su estatus social, no concordaba con su imagen. Me la podía imaginar con un trauma infantil, encerrada en su cuarto, comiendo todas las cosas que no la dejaban comer de niña y que ahora eran respuesta a su misma disciplina auto-impuesta. ¿Será que el no querer comer la hacía escaparse a esos años en donde podía comer lo que quisiera cuantas veces quisiera? Era fácil imaginarlo; pero... ¿por qué los pedazos enteros en el vómito? ¿Por qué incluso las envolturas originales y las latas? ¡Por dios! Esto iba más allá que la simple supresión del hambre. Esto era inaudito, imposible. Todas esas cosas en conjunto, en su organismo, matarían en un instante a la pobre muchacha. Qué digo. Ni siquiera cabrían en ella. Hablo de la sensación de ver un accidente en el supermercado. La cabeza me empezaba a dar vueltas y me perdía en mil y un explicaciones sobre algo a lo que no le encontraba sentido; pero entonces la pensé. Recordé que estaba a sólo unos metros de mí y estaba sufriendo por todo esto. Volví en mí y voltee hacia la puerta, para escuchar algún sonido. Los jadeos habían cesado, las horcajadas, los vómitos y el llanto. Todo estaba en completo silencio. Llamé a la puerta varias veces y no obtuve respuesta. Quise asomarme por debajo de la puerta sin poder ver nada. El vómito lo cubría todo. Llamé y llamé sin cesar. Esta vez, incluso grité su nombre para que despertara, si acaso se había desmayado de tan enorme esfuerzo. No obtuve respuesta. Asustado sobre su condición, no pude hacer menos que buscar un objeto pesado y derribar la puerta. Con la ayuda de mi mesa, lo logré.

Lo que entonces vi, es lo que ronda mi cabeza sin cesar un día tras otro. Lo que me despierta sin respuestas en la noche. Lo que me hace divagar por la casa hasta verla y lidiar con la realidad. Con este sueño interminable que rige mi vida como si fuera la única opción para conservar la cordura. El placer de este sueño sin fin.

Ahí, en el baño que antes brillaba en sus mosaicos, estaba la comida de varios años. Latas, dulces, jamones, carnes, pescados, verduras, cualquier cosa que un ser humano pueda haber comido a lo largo de su vida. Cualquier cosa estaba ahí. Por el lavamanos, el retrete, la tina, la regadera, todo cubierto por kilos, si no, toneladas de comida perfectamente empacada. Aún no la veía a ella. Debía estar tras la cortina. Debía yacer inconciente, sin idea de cómo me iba a explicar lo que esa noche había sucedido. Busqué a tientas su cuerpo. Entre biberones y latas de leche. Entre tierra y una que otra canica, frijoles no cocidos, clips, broches de cabello y muchas latas de gerber, estaba un cabello rubio; su hermosa cabellera pensé. Tomándola en brazos, tan ligera después de desecharlo todo. Ahí estaba, en mis brazos, esa inconfundible mirada que me conquistó hacía apenas dos noches. Ese lindo vestido que ahora colgaba de su cuerpo pequeño y hermoso. No estaba inconciente como pensaba. Me miraba fijamente y sonreía como sólo ella lo sabía hacer. Su cabello brillaba con la luz de la lámpara y me acariciaba la cara, pues era yo su protector, como lo había prometido. Me puse de pie buscando un lugar dónde recostarla. Salí del baño, extendí unas mantas limpias sobre el sillón más alejado del desastre, la acosté tiernamente y vi con sorpresa cómo había cumplido su meta. Ahí, en la etiqueta de su ropa, llevaba la talla deseada. La talla perfecta. Sonreí y besé su frente mientras le decía:

-Lo has logrado, amor. Talla cero al fin.

Balbuceó unas cuantas cosas, un poco de saliva salió de sus labios y sonrió feliz de estar ahí con su mirada en la mía. Me llenó de ternura, era el ser más hermoso que jamás había visto, de mejillas sonrosadas, de ojos claros e infinitos, sus cabellos dorados. No pude seguir leyendo la etiqueta que decía:

“Talla 0 a 6 meses”.

Para Issis.
Te adoro, niña.

2 comentarios:

Salvia dijo...

Qué buen texto. Lo he disfrutado muchísimo.

Rachel dijo...

haaaaaaaaaaa
Me has dejado pensando.... muy buen escrito

Salu2