martes, 2 de octubre de 2007

Tareas

Entre la espesura, se colaban apenas los destellos de un sol exhausto. Millones de hojas y flores seminales ahora se inflamaban en amarillos y naranjas, en una diaria despedida del calor taciturno. Ésas eran sus mejores palabras. Abajo, Gardel se apeaba del español. Su blanco irremediable sólo brillaba más entre los brazos de las sombras intermitentes. Sin duda, era la hermosura de ese ejemplar lo que lo había llevado hasta ahí, pero ya era hora de partir con apenas unas cuantas visiones que no sabría interpretar ahora, tan cansado, como realidad.

-Hazte por agua –le dijo-. Hazte ahora que es un largo camino de regreso.

Se respiraría la tranquilidad en el bosque, cuando es muy tarde para andar fuera, cuando es muy temprano para los animales nocturnos que a diario se escabullen por entre sus vericuetos. Píceas, pinos silvestres, abetos, alerces, abedules plateados, musgos, helechos, son su hogar ahora, ya los llama por su nombre. Cada cual en su aroma, cada cual un amigo más, tan sencillo de reconocer. Se respiraría la tranquilidad, de no ser por el río, que ahora, aprovechando el mutis general, se arrellana en sus riveras en un soliloquio tumultuoso e infinito. La otra voz del bosque. Una que siempre susurra incontables pasajes y personas con severidad. Donde se hacen los hombres. Uno más.

-Hazte –reconociendo entonces una voz a lo lejos. Un cambio de tenor. Aguzando entonces el oído, prestó su mirada a la imaginación, con los ojos entornados. Era un timbre distinto, más parco, marcial pudiera decir. Entonces el español se alzó sobre dos patas antes de salir corriendo hacia el río. Gardel le siguió apurado por entre matorrales y al llegar al claro, supo el por qué había vuelto. Ahí, por el delta del río, aparecía una tropilla, si acaso perdida, de los más grandes y robustos animales que jamás había visto. Venían en procesión, pausados y dueños del lugar. El español llegó antes y se cruzó en saludos con el grupo, como siempre hacían cuando la memoria les decía que así deberían de estar. Luego llegó Gardel, que a unos cuantos pasos, con el agua hasta las rodillas, se quedó pasmado en la sorpresa. Como esperando que se avispara y se le subiera a la conciencia niña que ahora le jugaba una mala broma. No era posible que estuvieran ahí, eran miles de kilómetros. Y por vez primera entendió que el camino de vuelta iba a ser uno largo, duro, agotador, sobre el par de botas y el polvo andante. Nada más.

1 comentario:

Espaciolandesa dijo...

Finalmente... el español sólo escuchó el llamado.