domingo, 10 de noviembre de 2013

Ciudad de México

Amaneció entre las sábanas. Un haz de luz delineaba dos cosas: el sueño apesadumbrado de un leve recuerdo y la silueta vacía de tu cuerpo a mi lado. Siento –sólo siento, pues eso parecía haber soñado- que dijiste “ahora vuelvo” y te perdiste entre blancos pliegues de algodón. O quizá fui yo que acostumbrado, apenas pude regalarte un sí para colocarlo sin cuidado en el olvido. Cuando al fin despierto recuerdo en pequeños detalles el cuarto: el buró, la televisión, el closet, la puerta. ¿Me habré dormido antes de que vinieras a la cama? ¿Habrás venido siquiera? Las almohadas siguen en su lugar, pero también el control remoto, y bien sé que no fui yo. Tuviste que ser tú al acostarte sobre él y reclamarme –por última vez- que lo pusiera donde debía. Nunca lo hice. Quizá hasta me quitaste la cobija y me diste un codazo, enfadada, al acomodarte. Y yo me reí por tu actitud niña y me volteé hacia la pared contraria, porque así duermo. Y por eso tu lugar estaba frío: sólo porque saliste muy temprano y tuviste tiempo hasta de doblar tu ropa de dormir y colocarla en su lugar.

Me pongo de pie; primero en uno, luego en el otro, luego, a fuerza de concentración, sobre los dos y con los cuidados de un militar dentro de un campo minado, me abro paso entre mis zapatos, mi ropa en el suelo, sostenido de las cosas, cuidando no estallar en tu grito desesperado de cuando no saco la ropa sucia del cuarto. Aviento la playera al suelo con la manija en la mano. Siempre hace frío en el baño y ni abrazados al agua caliente pudimos hacerle frente a esos terribles mosaicos hijos de Odín; entonces, conminado por tu cálido recuerdo, me lanzo al agua sin esperanza alguna, con los dientes apretados y soltando, sin darme cuenta, ese pequeño alarido de terror de todos los días a las seis de la mañana.

¿Desayunaste? Persigo tus pasos tal como los darías y ya no sé si es que te busco o los he aprendido de tu sombra. Los platos sobre el escurridor están limpios y secos y sé que aún cuando nos gusta hacer el aseo juntos, jamás lavaríamos un plato después de comer, no. El sabor de nuestras comidas en el ambiente, en tu paladar, que va y se desliza sobre la alfombra, bajo la puerta, va y toca la puerta del vecino con un recado de dos: que somos felices, eso; eso era mejor que nada. Esa invitación al descanso que una vez satisfechos de todas nuestras hambres podíamos disfrutar verdaderamente y que jamás fue el pretexto del día ajetreado que vamos a olvidar sobre el colchón. Esos momentos en que te acomodas frente a la computadora y yo me voy de largo hasta la cama y sé que me seguirás y, recostada sobre mí, preguntarás los planes del día y yo, con ese romanticismo ensayado de la cordialidad y tus dulces labios, contestaré cualquier cosa que ayude a decidir tu humor. Después saldríamos sin pensar en tener que cocinar en uno o dos días, pero no hoy; hoy sólo me acompaña el monótono ruido del calentador sobre la estufa y el ligero vaivén del refrigerador; a través de ellos, mi respiración y la inesperada formulación de mi respuesta, tan obvia que sonrío de no haberla visto antes: has salido con tu prima; has salido con tu hermana a desayunar por la ciudad y no volverás sino hasta pasada la una. Eso me da un poco de libertad, un poco de tiempo para disfrutar de esa soledad, antes mi amiga, que ahora sólo me extiende la mano cuando me ve llegar. Invariablemente sé lo qué será: un rápido paseo por la computadora, alguna serie de televisión y evitar caer dormido en el mullido refugio que podría construirme con la ayuda de tus almohadas y sin embargo, no hoy; hoy ya cerré la puerta del departamento y, con la bendición de los vecinos, me dirijo a la salida.

Me detengo en la puerta y tengo al mundo entero de frente. Esta ciudad aún me asusta; aún puedo sentir su posibilidad infinita recorrerme la piel aguzada por el nervio. Lo sabías bien, desde mucho antes de que me pidieras venirnos a explorar a este mar de rostros y rutas con la fija intención de perdernos para al fin poder encontrar un lugar en medio de todo al cual llamaríamos hogar, cuando te miré aterrado desde el suelo de aquel pueblo de apenas autos y te dije sí sin poder creerlo. Y con esa idea en la mente me sumerjo en tus intenciones: tomo una bocanada de aire y me uno a los transeúntes y por un instante parece que me rebasas por debajo del brazo y te resguardas ahí, esperando volteé divertido con tu gesto. Aquí sigo pensando sin pensar. El sol se atraviesa al camino, se desliza por entre rendijas hasta morir en el choque con la brisa nocturnal que sobrevivía escondida en las jardineras. Es un día hermoso, me dirías, y me detengo a pensar en porqué no lo dije yo. Hoy no tomo el metro y sigo caminando entre las decenas de vendedores apostados en ambos costados de las anchas banquetas. Pienso en comprar un carrito de supermercado y pasearme por aquí una vez a la semana. Me lo has prometido tantas veces que ya lo hacemos con las miradas siempre que no podemos caminar entre el barullo del Eje Central o de San Cosme. En un abrir y cerrar de ojos ya estoy en el Monumento a la Revolución y el Caballito, y deseo encontrarte a tientas, aún si fuera volver a forzar el poder de todas nuestras casualidades ocurridas; cuando lo de Bono o el Bichir, cruzados de piernas en una banca sin desear nada más que nuestras miradas, pero de pronto, el calor…

Cuán distinto era, mi amor, quedarse despiertos hasta la madrugada hablando de necedades que aún no calaban como navajas en nuestros orgullos. Encontrar el cansancio de la noche en la millonésima palabra dulce y no en la primera estupidez que se nos venía a la mente. Disfrutar de la nada plenamente, pues de eso están hechos los sueños, del infinito espacio entero para soñar.

Me apresuro a buscar una sombra bajo los árboles del parque. Busco la cafetería de siempre y me siento a esperar a que se ponga el sol tras las murallas de concreto. Si me esfuerzo un poco puedo ver el departamento vacío desde aquí: tú desayunando en nuestra roja vajilla de plástico fino y yo por la ciudad, sin rumbo fijo, sólo con la brújula de mis inmensas ganas de encontrarte y será por eso que ahora siento que respiras junto a mí con el aroma del white chocolate moka en mi rostro y quizá hasta me susurras una de esas cursis frases de amor tan tuyas, que inevitablemente –y quizá un poco avergonzado al principio- aprendí a decir, pero de pronto, el resplandor…

Pero acordamos que la vida no era sólo eso. La vida eran problemas, gritos, llanto, las ganas de renunciar porque aquello que más amamos es lo que más nos lastima. Aquello que no perdonamos es lo que más quisiéramos olvidar. ¿Y el amor? ¿Aún recuerdas lo que es el amor? ¿El hilo que lo une todo? ¿Tus amigos, mi trabajo, la familia… el ser amado? Las ganas de volver a casa aún cuando el romance se oculte en algún rincón.

Doy vuelta en una esquina y he perdido el rumbo. Quizá viré mal en Reforma, quizá debí seguir de frente en la cuchilla, en lugar de seguir sobre la acera contraria seducido por una infinidad de globos de colores alineados por las lámparas que sé que habrían llamado tu atención. Así eres: conquistas al mundo con cientos de palabras y se te escurre de las manos por una leve pasión. “¿Quién siente como yo?”, me preguntabas todo el tiempo, mientras yo en secreto te confesaba: quisiera, en verdad quisiera ser yo. Debo desandar los pasos o este maldito calor… Ya no hay nada más allá, avanzo, viro, me regreso, doy la vuelta y ya no hay nada qué encontrar. Ya no recuerdo siquiera la ropa que llevo puesta y sé que a esta hora ya debes haber terminado de desayunar.

¿Quién siente como yo?, repetías. Y mil veces no lo dije: ¿Y quién piensa como yo?

Debo correr ahora o este maldito calor. Ya debes ir de regreso y pienso alcanzarte en el metro como aquellas veces en que nos soltamos de la mano y sólo nos volvimos a encontrar en la puerta del departamento o en el corredor, con unas ganas de llorar que ninguno se habría atrevido a confesar, besándonos con miedo de perdernos. Levanto el brazo para detener un taxi y los autos pasan de largo extrañados por mi gesto, entonces empiezo a correr tras de ti y siento que sonríes apurada porque nos estamos mojando. Siempre huimos juntos de la lluvia. Será porque le dedicabas horas al alaciado de tu cabello recto o porque eres tan friolenta que te daba pena tener que quitarme la chamarra cuando sabes bien que moriría congelado al instante con cualquier ventarrón. Mas yo siempre pensé que era porque no te gustaba cómo lucías al llorar: montones de rímel negro cayendo desde tus párpados manchados hasta el suelo, por tus mejillas lastimadas de sueños rotos; cuando adoptabas esa mirada furiosa del enemigo hasta caer rendida sobre el piso alfombrado, murmurando canciones de tregua y honor; o es que lo odiaba yo.

Se me partía el corazón. Preferiría sufrir mil vidas en inframundo que hacerte llorar; pero entonces empezabas y yo con ganas de terminar, y gritabas, y gritaba, y me escondía entre la ropa, y te ibas e iba por ti, y volvías y yo no quería estar. Entonces perdía la razón. Nada en esta vida o cualquier otra tendría sentido con una espina en el corazón. ¿Y quién sentía como tú? ¿Y quién creía lo que yo? Más valía que explotara el mundo en esos gritos, ¡que cayera el techo sobre los dos! Entonces sí podría derramar una lágrima, entonces sí podría decir de lo que te he hecho yo. Entonces sí buscaría abrazarte, hechos pedazos, y sentiría lo que tú, y pensarías lo que yo, derramados por el suelo…

Ahora un magnífico sol lo inunda todo. Por allá se escucha el sonido de un claxon, el pitido de una canción norteña. No estoy en Reforma o Insurgentes, no es aquel el Monumento a la Revolución. Me tallo los ojos con escepticismo y sólo queda el fantasma del calor que suspendido sobre las calles me indica el camino de regreso a casa. Ahora alcanzo a distinguir la Lomita, la Catedral, la plaza, el malecón. Sigo de frente y entro en este mundo sin noches, bañado en sudor. Recuerdo bien cuán emocionada estabas de estar aquí. Conocerías a mis padres, una vez cansados de decirnos los lindos que son, desde mi boca hasta la tuya, con anécdotas que prodigábamos orgullosos por los cafés, cuando podíamos sentarnos tranquilos y ser uno mismo frente a tus encantadores amigos y tú retomabas mis palabras con candor. Ahora mismo te siento perfecta, recostada en mi hombro sin peso y con esa voz angelical que nadie más sabía tener, empiezas una historia que no acaba sino hasta que se desvanece tu cuerpo todo con una exquisita sonrisa final. Garabateo tu nombre en la ventana y dejo escapar al aliento hasta tus brazos en un inevitable suspiro. Ya ni forzando la vista alcanzo a ver nuestro departamento y me pregunto si a esta hora habrás terminado de comer. No volverías sino hasta pasada la una y ya son más de las cuatro en Culiacán.

¿Quién entierra, mi amor, un te amo, si se le ha matado con el adiós?

sábado, 2 de noviembre de 2013

Día de muertos

Algo fuerte el título, pero real a fin de cuentas. Un abrazo a mis seres queridos que se fueron antes que yo, dejándome atrás para extrañarlos. Saludos a mi padre, mis abuelos, mi tía Toña, mi tío Rigo y Brendis =) Que seguro están en el cielo. Los quiero y extraño mucho, pero sí quieren verme, tendrán que esperar =) Lo mismo que yo. Besos.